No, no crean que les voy a hablar del momento de la verdad que inevitablemente nos llegará a todos los cubanos cuando llegue la hora de reconstruir la destruida isla. Ya veremos qué sucede este verano: apagones, hambre y calor.
Les quiero comentar de un libro que leí cuando tenía alrededor de diez años. Lo escribió Jan Carlzon y se llama El momento de la verdad. Desde 1982, Carlzon rescató a la aerolínea escandinava SAS. Su filosofía comercial se basaba en que el valor de la empresa no estaba en el de sus aviones, sino en el de los pasajeros que volaban en ellos.
El momento de la verdad es cuando el cliente, el pasajero, interactúa con un empleado de la aerolínea. No importa que el avión sea nuevo y cómodo, que el vuelo esté en tiempo y que el precio sea atractivo. Esa interacción entre empleado y cliente es la que define el éxito o el fracaso de una empresa.
Hace unos días, sin yo pedirlo, me tocó vivir uno de esos momentos de la verdad. Quiero decirles que, en este viaje a Perú, tuve más momentos de la verdad malos que buenos. Pero son gajes del oficio: cuando tienes que trabajar para poner la chuleta en la mesa, hay que pasar por momentos así.
Pues vine a Perú. No los aburriré con el porqué, y tuve que tomar un vuelo doméstico desde Lima. Hay varias aerolíneas que dan servicio dentro del país, algunas verdaderamente serias, pero a mí me tocó una denominada JetSmart.
Nunca había escuchado de esa compañía, pero una rápida búsqueda en internet me dejó saber que operan aviones bastante nuevos y comparten código con la línea que uso regularmente. Todo bien hasta aquí.
Ya en Lima: después del chequeo de equipajes, sala de espera, aeropuerto sucio y tal. Nada, es lo que encuentra el viajante en algunos países. Grupo 1, pase usted. Bajé a un autobús a nivel de pista, entré de primero. Me gusta ver los aviones de cerca.
Imaginé que arriba seguirían grupo 2, 3, los que fueran... todos en el mismo autobús. Llegamos al avión, desembarqué del atestado autobús y se desató una escena idéntica a la estampida de animales en la película Jumanji. En este caso, yo quedé como el rinoceronte rezagado. Pero al fin abordé. Strike 1.
En el despegue, la aeronave, aunque de reciente fabricación, daba la impresión de que intentaba deshacerse de algunas de sus partes. No obstante, levantó vuelo con éxito y llegamos a nuestro montañoso destino aún con vida. Aquella cortesía de ofrecerte aunque sea agua durante el trayecto no la conocen en JetSmart.
Viaje de regreso. Llegué a tiempo al también sucio aeropuerto. No había podido hacer el check-in online porque la página web de la línea tenía un problema. Fila larga, se escuchaban recurrentes reclamos en el mostrador por los pasajeros que me antecedían.
Llegó mi turno, media hora después. Expliqué que no pude obtener mi pase de abordar antes por el tema de la página.
—Señor, tendría usted que haber ido a una de nuestras oficinas antes. Ahora debe pagar diez dólares por su pase.
—Pero es que estoy en otro país y he estado ocupado, el tema de la página inservible es problema de la empresa que la emplea a usted.
—Pues, si quiere, no viaje con nosotros.
Strike 2. Momento de la verdad.
Diez dólares después estaba pasando la caótica revisión de seguridad. Listo. Más fácil de lo que imaginé. Sala de espera. Todas las demás líneas tenían asignadas puertas, menos JetSmart. Búsqueda intensa por las escasas puertas del pequeño aeropuerto.
En la pista no se veía ningún avión de la mentada línea. ¡Eureka! Puerta 10. Todos en fila. Afuera no se veía avión. Quizás íbamos a abordar uno de esos aviones invisibles que salen en la tele. Al fin llegó el aparato: solo una hora de retraso. Qué más daba. Estar de pie sin hacer nada viene bien de vez en cuando.
Al menos era grupo 1. Para eso había pagado: para no tener que caerme a codazos con mi compañero de asiento por un espacio en el compartimiento superior. Inocente el que les escribe. Allí, supervisando todo, estaba la misma chica del check-in. Se llamaba Alejandra.
No pude dar ni un paso antes de que ordenara que me separaran de la fila para ver si mi maleta de mano entraba en un artilugio mal armado que indicaba si las medidas eran las correctas.
—Señorita, es la misma maleta con la que vine en el vuelo hasta aquí, en su misma aerolínea.
—No importa, introdúzcala.
La maleta, a la que considero ya como familia por tantos años de tribulaciones en conjunto, había engordado algo con dos o tres regalitos que llevaba para mi nieto. Pero de una buena patada entró en la cajita.
Sucedió que a la chica no le agradó el puntapié y, después del respectivo escándalo y amenazas, llamó a la policía.
¡Qué miedo! Nada. Llegaron los policías:
—Disculpe usted, señor. Siempre nos llaman. Esta empresa es así, y con esta chica es peor. Lo consideramos. Por nuestra parte, no sucede nada. Buen viaje.
De ser el primero, fui el último en entrar al deteriorado avión. Lo más satisfactorio fue que, una vez llegado a mi asiento, me percaté de que mis compañeros pasajeros habían dejado un espacio reservado para mi vieja maleta.
Da gusto encontrarse con la decencia.
Adiós, JetSmart. Adiós, Perú. Adiós, Alejandra.