Hoy que escucho sobre la escasez y los exorbitantes precios de los huevos en la isla cautiva, me acordé de mi padre. No es que necesite de huevos para recordarlo, sino que él siempre ha sido un tipo de muchos huevos. Literalmente hablando.
Mi padre, sobre todo, siempre ha sido un excelente padre y un perfecto hijo. Decente de los buenos, derecho, trabajador, ingenioso. Que tenga un atractivo invencible sobre las mujeres no es su culpa. Hablas dos palabras con él y ya lo quieres. Parece mentira, pero es verdad.
En 1959, cuando el Orador Orate llegó a liberar a los cubanos de la opresora libertad en la que vivían, mi padre trabajaba en una cafetería propiedad de una buena persona de apellido Granda. Como muchos, esta familia, que había trabajado toda su vida para lograr un patrimonio, tuvo que dejarlo todo y trasplantarse en la Florida.
Mi padre, hombre de los de antes, se arriesgó y les compró el negocio, aun a sabiendas de que era muy seguro que se lo confiscaran más adelante. Sin saberlo, le dio el primer empleo a un flaco orejón que después se hizo famoso cantándole al régimen del Orate.
Canciones lastimeras, tristonas; no siempre lo nuevo es bueno, y esa trova artificial increíblemente marcó una época. El tal Silvio no duró mucho en el empleo, lo suyo no era el trabajo. Donde sí tuvo éxito fue en sus cancioncitas. Hay veces que una sopa de letras y tres acordes de guitarra es todo lo que hace falta para ganarse el pan. Eso y ponerse al servicio de una tiranía.
Llegó 1968 y se acabó el negocio. Entonces mi padre, un tipo astuto, pasó a trabajar en una cosa llamada INIT: Instituto Nacional de Turismo. Turismo nacional, porque el internacional solo era alimentado por técnicos y militares soviéticos y de los países del bloque socialista.
El hombre, trabajador como nadie, fue ascendiendo hasta llegar a ocupar un buen puesto en otro engendro llamado Centro de Asistencia Técnica. Oficinas nuevas en el lujoso Miramar, luego en el penthouse del hotel Sierra Maestra. Un bello edificio confiscado al senador Olmedo, de la vieja Cuba.
Estando en el envidiado trabajo, un viejo comunista, llamado Carlos Rafael y con el mismo apellido que Silvio el orejón, tan importante como voluble, lo metió en algún tema que no gustó al Orador Orate. Mi padre, que no tiene alma de soplón, calló, y cayó. Lo despidieron y vino a dar a otro instituto estatal, esta vez no relacionado con extranjeros, sino con pollos.
Sí, pollos… y huevos.
Usted no está para saberlo, pero resulta que a mi padre, desde pequeño, le han fascinado las gallinas, los gallos, los pollos, los pollitos y los huevos. Nadie como él para encontrar un nido en medio de un matorral.
Dios actúa, hasta en el comunismo.
Como jefe de abastecimientos del Combinado Avícola Nacional (CAN), se dedicó a fomentar la cría de pollos, de gallinas ponedoras y de huevos. Hasta diseñó una caja de cartón para transportar a sus queridos pollitos.
Incluso su amigo Sansón, un dibujante fabuloso, creador de un popular personaje animado en la televisión, diseñó un hermoso logotipo: un pollito estilo Disney recostado sobre las socialistas siglas de CAN. Por supuesto, lo prohibieron ipso facto, diversionismo ideológico.
Total, que en pocos años su anónima labor llenó a Cuba de carne de pollo y huevos. "Arroz, chícharos y huevos", se quejaban los cubanos. Los dos primeros ingredientes no sé de dónde provenían, pero los huevos eran los de mi padre.
Tantos había, que hasta el Orador Orate ordenó a los cubanos que se los arrojaran a sus propios paisanos que querían dejar el manicomio en 1980. Recuerdo las paredes llenas de huevos reventados contra las casas de los "traidores".
Hoy en día, muchos de aquellos aventadores de huevos o están muertos, o fuera de Cuba, o siguen en la isla cautiva, pero ya sin huevos.
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