A mí, en lo personal, me ha afectado mucho la tragedia que dejó atrás el huracán Melissa en el oriente de Cuba. Llevo meses recalcando la crisis humanitaria que experimenta esa isla.
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Crisis que, al parecer, no le interesa al resto de la humanidad y mucho menos le ha importado a la Junta Militar de Barrigones que mal administra la miseria en que ellos han sumido —y ahora mantienen— a sus cautivos.
Antes de la llegada de Melissa, ya Cuba era un páramo miserable, con edificios que se derrumbaban al primer aguacero, con basureros que crecían con el paso de las horas, semilleros de basura de donde brotaban todo tipo de gérmenes, hospitales sin médicos ni medicinas, con baños desbordados de excrementos —me da asco hasta escribirlo—, sin servicio eléctrico, de agua o de gas.
Esto ya lo he dicho tanto que me da pena insistir. Pero la crisis sigue ahí, y no puedo evitarlo.
Repito: antes de Melissa era una crisis humanitaria; ahora es una catástrofe humanitaria en el oriente de la isla.
Recuerdo un meme de hace años en que salía un ratoncito atrapado en una trampa, con la cabeza prendida, jodido, medio muerto. A pesar de su situación jodida llegó otro ratón y se la metió, se lo cogió, se lo templó.
Es decir: ya estás en la lona, ya no puedes estar más jodido, y viene algo o alguien y te jode más aún.
Eso fue Melissa para los cubanos de la isla; ya los Barrigones los tenían en la lona y llegó el huracán y los acabó de joder.
Y ahora están desamparados. Los videos de la catástrofe apenas empiezan a llegar. Vemos gente mayor —viejitas, viejitos— desesperados, con sus chozas en el suelo, durmiendo entre ruinas caídas. Antes de Melissa dormían en ruinas; ahora esas ruinas están caídas.
Desamparados: no reciben ni recibirán ayuda alguna. No habrá ayuda para la reconstrucción. La ayuda que llega desde el extranjero es como un parchecito en el cuerpo al que le pasó una aplanadora por arriba. Aplanadora socialista.
Llanto, desolación. Parte el alma, como decían en mi Cuba.
Marco Rubio, pichón de cubano y senador en Estados Unidos, anunció una ayuda de tres millones de dólares para Cuba. ¿Tres millones? Qué poquito. La ayuda mínima yo la calcularía en al menos cien millones.
No es que Estados Unidos tenga que soltar cien millones; lo que digo es que Gaesa tiene 118 millones en sus activos, y Gaesa es la que tiene a los damnificados bien jodidos.
Tres millones está bien. Lo que sea. El tema es que esa ayuda va a ser entregada por la Iglesia católica cubana, cómplice de los Panzones, a través del Ministerio del Comercio Exterior dirigido por un sobrino nieto de Raúl Castro.
Llevo treinta años fuera del manicomio cubano, viajando a medio mundo por mi trabajo, aprendiendo, observando.
Por ejemplo, en México —hoy aliado íntimo de los Barrigones—, cuando ponen antes de las elecciones a alguien como secretario, equivalente a ministro, de Bienestar Social (antes de Desarrollo Social), ese es el candidato que el Gobierno del momento quiere que gane las elecciones.
¿Por qué? Porque era el tipo o la señora que repartía las ayudas del Gobierno a las clases menos favorecidas. Por ese personaje iban a votar muchos de los beneficiarios de esa ayuda.
¿Y quién va a repartir la ayuda que manda Estados Unidos a los damnificados cubanos? El sobrino nieto de Raúl Castro. Óscar Pérez-Oliva Fraga, o algo así; guarde el nombre en su memoria.
Familiar directo del dictador, promovido recientemente a vice primer ministro, repartiendo ayuda entre los jodidos. Ayuda que no proviene de él, pero que es él quien la repartirá.
Todo mientras el Barrigón número 1 hace la pantomima de que dirige el país, que con su “resistencia creativa” y su “limón es la base de todo”, está al mando de la catástrofe.
Y va a pagar por ello.
Ya me desvié, como siempre.
Volvamos a los cubanos, a las víctimas de la catástrofe.
La ayuda repartida por el nieto de la loca de Birán no es toda la ayuda que les llegará. Hay ayuda privada, incluso de parte de otros cautivos, más privilegiados, sinceros o no: es ayuda.
Y ayer veo a una señora, una viejita sin dientes, casi en harapos, en medio de la nada, que mientras recibe una botella de aceite de parte de un particular dice que ella es fidelista, que sus diez hijos son fidelistas, que por sus venas corre la sangre de Fidel.
Que esos hijos no son ni revendedores, ni opositores ni no sé qué más.
Acto seguido dijo que el día antes tuvo que revender sus cigarros para poder comer.
También dijo que si tenía que matar a alguien para que no le dijeran “singao” a Fidel, ella mataba. Fruto podrido del adoctrinamiento.
Fidelistas incansables. Es el legado que dejó el Orador Orate: una Cuba miserable y sin futuro bajo esa Junta Militar. Llena todavía de fidelistas, frutos del adoctrinamiento.
Así y todo, hay que ayudarlos: es una catástrofe humanitaria. A mí, en lo personal, esta catástrofe me ha dolido mucho.
Cientos de miles de desamparados sin techo, sin alimentos, sin medicinas, sin esperanzas.
Desamparados, y sin libertad.
Hace sesenta y seis años Cuba era un país próspero y autosuficiente —lo cuento en mi libro Se acabó la diversión—, un país con problemas, pero próspero y autosuficiente.
Su reconstrucción material, después de que nos deshagamos de la turba castrista, no será muy difícil. Entre 1898 y 1915 la nación se levantó de una guerra de exterminio como la que hoy vivimos.
La reconstrucción espiritual, esa sí será más ardua. A ver cómo se convence a la señora fidelista; por lo menos dientes le pondremos, y no tendrá necesidad de revender los cigarros para comer.



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