El 22 de abril del año 2000, yo estaba en una habitación en un hotel en Paseo de la Castellana, en Madrid. Estaba con mi hermano y con mi padre. Habíamos ido a verlo, pues ninguno de los dos podíamos entrar a Cuba legalmente.
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Mi hermano estaba más enterado que yo sobre los asuntos de Miami, y el exilio llevaba meses en acción, unido como hacía mucho que no lo estaba, en torno a la defensa de un niño de seis años atrapado entre el bien y el mal.
El niño en cuestión se llamaba, se llama, Elián González, y había sobrevivido de milagro a la travesía entre Cuba y la Florida en una precaria embarcación que finalmente naufragó, llevándose a su joven madre. Milagrosamente fue rescatado, atendido de emergencia y entregado a familiares cercanos residentes en Miami.
Hasta ahí todo normal, lo triste de los que se lanzan al mar en busca de libertad. Se enfrentan a la muerte con tal de escapar de aquel manicomio. Y eso que era 1999; en 2025 es mucho peor.
Pero, y aquí un gran pero: desde La Habana, el Orador Orate detectó una veta de oro a la vista. Vio en el asunto del niño la posibilidad de una más de sus “batallas” contra la “mafia de Miami”. El niño Elián, al cuidado de su familia, en libertad, le ofrecía una oportunidad única de combatir, de joder, tanto a Estados Unidos como al exilio cubano.
Y, si algo hay que reconocer, es que el individuo era sumamente astuto en estos temas de joder. La mayor parte de las veces que hizo lo mismo siempre logró ponerse en una situación de ganar-ganar.
Si Estados Unidos no devolvía el niño a su padre —quien se había quedado en Cuba y rápidamente fue reclutado por el Orate para sus fines— significaría que el imperialismo había secuestrado a un niño y dividido a una familia. Si se lo devolvían, él, el Orate, quedaba como el gran salvador, al mismo tiempo que le propinaba otra cachetada humillante al exilio.
Ganar-ganar. Y ganó.
Ese 22 de abril del año 2000, mi padre, mi hermano, yo y millones de personas del mundo entero vieron cómo una unidad especial de la Border Patrol entró violentamente a la modesta vivienda donde vivía Elián con su familia y se llevó al niño. Janet Reno, la fiscal general, y el presidente William Clinton le regalaron una victoria al Orate y una nueva desilusión al exilio.
La contienda legal duró poco. En La Habana, el Orate organizaba sus tradicionales marchas. “Liberen a Elián”, se leía en miles de pancartas y camisas. El barbudo cabrón disfrutaba el momento. Incluso prometió que, a su regreso, Elián no sería objeto de propaganda o de adoctrinamiento.
Ya usted se imaginará: sucedió todo lo contrario. El 28 de junio del año 2000, el niño llegó a La Habana. No pasó mucho tiempo para que el Orate lo convirtiera en una postal de su llamada “revolución”. Lo convirtió en un souvenir “antimperialista”.
No solo eso, al parecer también le aplicaron un efectivo lavado de cerebro. Les digo esto porque veo en las noticias que Elián, quien ahora es un ingeniero de treinta y pico de años, anda por México —país ahora aliado de los Barrigones— de vocero de esos Panzones.
No solo eso: anda diciendo lo que le inocularon en su lavado de cerebro. Entre otras sandeces, dijo que “si bien tenemos un pueblo talentoso, un pueblo que en su propio ADN da buenos deportistas, músicos y grandes artistas, antes del triunfo de la Revolución no pasaba igual”.
He aquí el resultado de la labor de manipulación de un régimen que lleva sesenta y seis años intentando borrar la historia anterior de Cuba. Intentando torcer aún más el tronco cultural e histórico de la nación cubana, al mismo tiempo que han destruido y siguen destruyendo la base material de aquel antiguamente próspero país.
Elián es muestra de lo que han logrado.
El 22 de abril del año 2000, Elián todavía era un niño inocente. Un niño que pudo haber sido libre. Veinticinco años después, representa a una fallida dictadura y desconoce la nación que sus amos destruyeron.



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