Como les he contado en mi libro Se acabó la diversión, cuando en 1959 los cubanos le entregaron su destino a un Orador Orate —quien nunca antes había tenido un empleo—, el sujeto les prometió, como decía mi abuela, “villas y castillas”.
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Prometió que, en menos de cinco años, Cuba iba a ser uno de los países más desarrollados del mundo. Iba a exportar carne, pollo, quesos, electrodomésticos y hasta motocicletas.
Y es que prometer no cuesta, no le cuesta a quien promete sino a quien le cree.
En menos de dos años tenía ya a los cubanos haciendo cola para comprar los alimentos y productos a los que tenían “derecho” por la libreta de abastecimientos.
También prometió resolver el “problema de la vivienda”. Lo primero que hizo fue confiscar todos los inmuebles privados del país y ponerlos en usufructo a sus inquilinos. Muchos, como corderos, clavaron una placa en sus puertas que decía: “Esta es tu casa, Fidel”.
El Orate les quitó las viviendas a sus legítimos dueños y se las alquiló a los cubanos. Al mismo tiempo, les prometió construir más y más viviendas que en el futuro el generoso Estado revolucionario regalaría a sus cautivos.
Por supuesto, no cumplió ni un uno por ciento de lo que dijo. Mientras pudo exprimir a los soviéticos, puso a brigadas de cubanos —trabajadores de otras áreas a los que sacaban de sus puestos de trabajo— a construir unos feos y chapuceros edificios. No eran albañiles ni maestros, y demoraban años construyéndolos.
Cuando terminaban la chapucería, tenían que matarse entre ellos en una asamblea a ver quién se quedaba con un espacio de aquel palomar. Al poco tiempo, ya la lluvia se filtraba por el techo. Eso si vivías en el último piso; en los de más abajo no era lluvia lo que se filtraba.
Feas y chapuceras, aquellas “microbrigadas” —así les decían— de todas formas no alcanzaban para todos. Generaciones de cubanos tuvieron que compartir morada. En una misma casa o apartamento vivían los abuelos, los padres, los hijos y luego también los nietos.
Hacinados, como en los barracones de esclavos.
Todavía en sus discursos seguía prometiendo un futuro luminoso, que no llegaba nunca. Ya saben: por culpa del imperialismo.
Pasó el tiempo y se le reventó al Orate el intestino como mismo se reventaban las tuberías de aquellas microbrigadas. Estiró la pata y se metió en un pedrusco afeando el panteón de nuestro José Martí.
Ya ven que los dictadores se creen apóstoles.
Y llegaron los Panzones. Estos ya llegaron no prometiendo nada. Ellos no les dan nada a los cubanos. Bueno, sí, dan represión, a “trocha y mocha”, como decía mi abuela.
No prometieron desarrollo, mucho menos exportar carne, pollo, quesos, electrodomésticos o motocicletas. Estos no: estos solo saben llorar y gemir para importar lo que hace sesenta y seis años Cuba libre producía.
Tampoco prometieron dotar de viviendas a sus cautivos. Ni siquiera ayudarlos a repararlas.
Antes de que pasara Melissa por el oriente de la isla, ya sus habitantes habitaban en moradas miserables. La fuerza del huracán fue el empujón final a la fuerza del socialismo.
Techos perdidos, paredes caídas, viviendas inundadas.
No solo no ha habido labores de rescate coordinadas o efectivas. Mucho menos hay un esfuerzo o al menos una intención de reconstrucción.
Incluso, esos mismos Barrigones —que se dicen “continuidad” del Orate— no van a donar los materiales de construcción a los afectados. Los mismos afectados a los que el Orate, a principios de su dictadura, les prometió regalarles casas dignas.
No, ellos les van a vender los materiales. Según dicen, a mitad de precio. En un país sin empleo.
Los Panzones les van a vender el material a los cautivos que la desidia de ellos mismos ha dejado sin techo. Negocio redondo. Luego dicen que no saben de negocios.
Hace sesenta y seis años llegó un Orate robando casas y prometiendo un futuro con más casas. El futuro ya llegó.
He visto ahora imágenes de cubanos pernoctando bajo una lona al borde de las carreteras. Me asombra cómo la civilización puede retroceder tan rápido en lo que fue el tercer país más avanzado de Iberoamérica.
Perdieron sus casas, lo perdieron todo, están sin alimentos, sin agua, sin médicos. Ahora a vivir bajo un toldo improvisado al borde de una carretera.
Lo peor es que Melissa no fue el primero ni el último huracán. A esperar por el próximo.
Mientras, ya sin civilización, los espera la comunidad primitiva.



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