miércoles, 9 de julio de 2025

Los zapatos de Voisin



Cuando en 1991 inició lo que el Orador Orate llamó "período especial" —que no era más que más miseria agregada a aquella de la que "especialmente" nos había dotado a todos los cubanos—, yo llevaba pocos meses de estrenarme en la vida laboral. La legal, quiero decir, porque llevaba ya tiempo trabajando por mi cuenta, lo que en aquella isla era ilegal según los mandamases.

El empleo en cuestión era en el Museo de las Ciencias —tenía otro largo nombre, de esos aburridos que allá acostumbran—. Estaba ubicado en el antiguo y bellísimo edificio de la Academia de Ciencias, en Cuba y Amargura, valga la redundancia. Para las condiciones del momento, no era un mal lugar.

El inmueble contaba con unas excelentes bibliotecas, un mobiliario digno de un palacio real y un "paraninfo", un salón de eventos con una cúpula espectacular. Poco después me enteré de que en otro edificio, en la esquina con Teniente Rey, tenían un apartamento que usaban como almacén de objetos históricos. Era un alto, con un elevador inservible, por supuesto.

Como cuando uno ingresa en una academia y es recibido por los de cursos más adelantados con las famosas novatadas, el museo, para algunas cosas, así nos trató. Alguien en la dirección debe haber pensado: «Estos tipos están jóvenes y fuertes, el almacén lleva años sin limpiarse». Unan los puntos, y al terminar estábamos nosotros llenos de polvo hasta los tímpanos.

 

 

Curioso al fin, me recreé con muchas curiosidades allí alojadas. Desde un microscopio que perteneció a Finlay hasta el escritorio de Felipe Poey. Cosas por el estilo. No me crean mucho, pues lo que más me llamó la atención fue un objeto —mejor dicho, un par de objetos— mucho más mundanos: unos zapatos.

Sí, unos bostonianos de piel, excelente hechura —se los aseguro ahora que me gano la vida como zapatero—. Negros, suela de piel de vaqueta, sistema de cosido Goodyear welt (esto lo sé ahora, ese día pensé: «Ñó, estos no se despegan con na»). Pero te quedas en ese momento pensando: «¿A quién pertenecieron?».

Les confieso que antes de este último pensamiento intenté probármelos. Era una época de crisis total; un buen par de zapatos de piel, con buena pinta y en perfecto estado, no me vendrían nada mal. Desilusión rápida: tengo pies de yeti, no hubo forma de que el par de tamales con los que camino a diario entraran en esas joyas de manufactura francesa.

Curioso como sigo siendo, me propuse saber a quién pertenecieron. Nadie sabía. Terco, insistí. Y, sorpresa: la señora de la limpieza del museo era la única al tanto. Los bostonianos habían pertenecido a André Voisin. Quizás otro cubano de mi generación no sabía quién era este personaje. Pedro, mi amigo perdido, que compartía la polvorosa misión de limpiar aquel bazar, no tenía ni idea. Pero mi padre me había hablado del sistema Voisin de pastoreo intensivo de ganado.

El mentado sistema fue propuesto por este científico agropecuario. "Pastoreo intensivo" lo catalogó el Científico en Jefe, el Orador Orate. Típico de su personalidad egolátrica, literalmente secuestró al pobre normando y literalmente se lo fumó.

Voisin llegó a La Habana el 3 de diciembre de 1964; tres semanas después, difunto, era velado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

Ya contaremos su historia y su triste final en La Habana. Allí colgó sus botas, digo, sus bostonianos.

 

 

Quise estar en sus zapatos, de veras, pero no me sirvieron.

El Orador Orate se pasó los años siguientes soltando peroratas, soliloquios, sobre ganadería, razas vacunas, cruces genéticos. Prometiendo convertir a Cuba en una potencia pecuaria.

En 2025, los cubanos de la isla cautiva no consumen carne de res y no toman leche fresca. No porque no quieran, sino por la debacle en la que los sumió el Orate con sus locuras y en el colapso en que los tiene la inepta Junta de los Barrigones que los desgobierna.



Evidentemente, Cuba no es Normandía. Allá no hay socialismo totalitario.

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