martes, 8 de julio de 2025

Cuando caigan los Barrigones quizás no nos vaya mejor



Lo que les quiero comentar hoy me gustaría no tener que comentarlo, pero lamentablemente es una realidad. Realidad no porque lo diga yo; nos lo dice la historia.

Los cubanos hemos demostrado durante más de un siglo y medio que no sabemos gobernarnos. No sabemos. Seremos excelentes en muchas cosas, pero no sabemos gobernarnos. Por desgracia, es muy probable que cuando los Barrigones se vayan o los echemos, tampoco sabremos gobernarnos.

Lo voy a explicar basándome en la historia, de forma condensada, como una pastilla, una cápsula, una gragea.

Cuba dejó de pertenecer a España en 1899, después de una guerra civil de cuatro años, y surgió como república en mayo de 1902, con Tomás Estrada Palma como su primer presidente por un período de cuatro años. Un tipo decente y austero, compañero fiel de José Martí, no resistió la tentación de reelegirse, y así lo hizo.

Se armó nuevamente la rebelión —recordemos que los cubanos habían estado en rebelión desde 1868— y Estrada Palma llamó nuevamente a los americanos para que pacificaran la isla revoltosa. Theodore Roosevelt les mandó a William Taft y luego a Charles Magoon, quien estuvo allí entre 1906 y 1909.

Teddy había dirigido a sus Rough Riders durante la campaña contra los españoles en Santiago de Cuba —aunque el Orate y los Barrigones digan lo contrario—, lo hizo del lado de los cubanos por la independencia de la isla. Pero en 1906 se arrepentía de haberlos ayudado:

"En este momento estoy tan enojado (encabronado) con esa pequeña e infernal república de Cuba que me gustaría borrar su gente de la faz de la tierra. Todo lo que deseábamos para ellos era que se comportaran y fueran prósperos y felices... Han iniciado una absolutamente injustificable e inútil revolución y pueden llevar las cosas a tal enredo que no tengamos otra opción que la de intervenir, lo que de una vez convencerá a los idiotas sospechosos de América del Sur de que queremos intervenir después de todo y que quizás tengamos algún hambre de tierras".

Evidencia de que el imperio maligno nunca ha querido cargar con el manicomio cubano es que el señor Magoon nuevamente organizó elecciones. Iluso el gringo. Esa pequeña e infernal república continuaría dando dolores de cabeza.

Entonces fue electo José Miguel Gómez, un bravo general de la independencia a quien los historiadores del Orate le colgaron para siempre el título de Tiburón, por aquello de "el tiburón se baña pero salpica" (su corrupción, pues). Pacificó el país. Su ejército mató como a tres mil negros —otros dicen que cinco mil—, muchos de los llamados Independientes de Color.

El hijo de José Martí, el Ismaelillo, participó en la matanza del lado de Gómez.

En sentido general, el general Gómez fue un buen presidente, comparado con los que vendrían después.

Nuevas elecciones, y gana Mario García Menocal, otro general. No lo hizo mal; incluso fue reelegido y gobernó hasta 1921. Nuevamente, en 1917, pidió a los norteamericanos que intervinieran con tropas en Cuba para apaciguar una revuelta conocida como la Chambelona, provocada por su intento de volver a reelegirse. Chambelona en Cuba es una paleta, un caramelo, de azúcar. El azúcar fue el meollo de la intervención.

En las siguientes ganó Alfredo Zayas, quien había sido vicepresidente de Tiburón. Lo acusaron de todo, sobre todo de corrupto, pero no se reeligió y dejó a Cuba con libertad de prensa instaurada. El Orate derribó su estatua. También la de José Miguel. Luego la de todos los demás.

En 1925, en medio de la crisis mundial que se avecinaba, ganó Gerardo Machado, amigo de Zayas. Durante su primer mandato, hasta 1929, fue un presidente estrella, popular y eficiente. Incumpliendo su promesa de no reelegirse —políticos y promesas, agua y aceite—, lo hizo, a la fuerza, y se convirtió en dictador, hasta que los cubanos lo echaron en agosto de 1933.

 


La Revolución del 33, así le llamaron. Período convulso, con diez presidentes, que terminó en 1940 con la constitución más avanzada del continente, y quizás del mundo. De ella hablaremos otro día.

Ganó en la primera elección de la Segunda República Fulgencio Batista, un campesino que, de telegrafista, llegó a general por voluntad propia. Socialista y aliado a los comunistas, entre otros, tuvo un gobierno bastante decente. Hasta estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, entonces aliada en la guerra contra el fascismo.

De él dijo el poeta comunista Pablo Neruda:

"Los chilenos damos hoy la mano a Fulgencio Batista, con una franqueza y una sinceridad que llamaríamos chilena si no fueran también condiciones permanentes de Cuba. Saludamos en él al continuador y restaurador de una democracia hermana, al hombre que recibió la patria anarquizada y despedazada, recién salida de las garras de un tirano sangriento y palpitante aún de la heroica, legendaria lucha que lo derrotara. Saludamos al que, pudiendo haber seguido el camino de muchos filibusteros del poder, lo entregó con sus anchas manos morenas a quien eligiera su pueblo".

En las elecciones de 1944, ganó Ramón Grau San Martín, un profesor y revolucionario con fama de homosexual, y verdaderamente débil como gobernante. Dejó a Cuba plagada de bandas revolucionarias y gansteriles. En una de ellas, un joven apodado el Loco, o Bola de Churre, insistía en ser aceptado. Se llamaba Fidel Castro.

A Grau lo sustituyó, elegido democráticamente, Carlos Prío, pinareño como él y del mismo partido político. Un presidente chic, demasiado decente. Las bandas y la corrupción crecieron, denunciadas por la oposición dirigida por un desequilibrado llamado Eduardo Chibás, que se pegó un balazo mientras transmitía su programa de radio. Qué país.

La economía prosperaba como nunca, pero antes de las elecciones de 1952, Batista —el "restaurador de la democracia"— dio un golpe de Estado militar y se quedó con la silla presidencial. La mayoría de los cubanos se quedaron apacibles.

 


Menos unos cuantos, entre ellos el pandillero Castro, nuestro Orate, que después de asaltar un cuartel del ejército y asesinar soldados —«pueblo uniformado», diría después— fue legalmente juzgado, puesto en una prisión que haría avergonzarse a muchos hoteles propiedad de los militares cubanos actuales, e indultado por Batista, que era amigo y vecino del padre del Orate y su hermana china.

Con dinero del depuesto Prío y de otros incautos marchó a México, compró armas, se robó un yate y regresó a Cuba, donde miles de jóvenes luchaban en las calles contra Batista. Subió a las montañas de la Sierra Maestra, mientras la revista Bohemia y el New York Times le creaban la leyenda de héroe invencible.

Batista se fue el 31 de diciembre de 1959.

 


El Orate se la pasó de orador, prometiendo y destruyendo. Al principio, los cubanos pensaron que habían cambiado las reglas del juego. No se percataron de que el Orate les había cambiado todo el juego.

Pero lo que les quiero decir: cuenten cuántas rebeliones, revueltas, revoluciones, presidentes depuestos tuvo esa república. Ingobernable, y a pesar de todo próspera y autosuficiente.

Nunca supieron gobernarse, pero nunca, hasta enero de 1959, alguien les cambió su forma de vida, su propiedad privada, su libertad individual, hasta que ellos recibieron a su mesías sobre un tanque de guerra. 

Imagen que bastaría por sí sola para prever el futuro.

El 13 de agosto de 1960, el día de su cumpleaños treinta y cuatro, el Orate confiscó casi todas las empresas del país. El «pueblo» aplaudía.

 


Los cautivos que quedan allá y los que estamos aquí nunca hemos vivido en una Cuba democrática y con instituciones sólidas. 

Si cuando la isla era próspera, los cubanos nunca supieron respetar las instituciones, ¿lo haremos ahora con un país en ruinas?

Ojalá.


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