sábado, 7 de junio de 2025

Si Francia fuera Cuba

 


Hace dos días hablamos de la barbarie que afectó a Francia luego de los motines que siguieron a la celebración de la victoria del PSG. La destrucción fue masiva: tiendas y establecimientos destrozados, decenas de coches y vehículos quemados, y enfrentamientos violentos con la policía.

Salvajismo ejecutado por personas —mayormente jóvenes— que cuentan con todos los servicios materiales que una sociedad occidental desarrollada está obligada a proveer: electricidad, agua potable, atención médica, transporte colectivo y seguridad social.

Ese día muchos de ellos se transportaron en un metro eficiente y relativamente limpio. Todos comieron las calorías necesarias no solo para subsistir, sino para disfrutar las respectivas comidas que sus tradiciones o sus gustos determinaron. “Barriga llena, corazón contento”, decían en la isla cautiva.

En francés el proverbio toma otra dimensión: “Barriga llena, corazón violento”.

Las fuerzas policiales de la ciudad se desempeñaron con profesionalismo, intentando controlar a las turbas y sus desmanes. Detuvieron a muchos revoltosos bajo los términos de sus leyes. Los bomberos, bien equipados y con agua suficiente, hicieron todo lo posible para controlar los destrozos.

 


Los detenidos fueron presentados a los tribunales bajo los criterios legales vigentes y respetándose todos sus derechos humanos. Derecho a un abogado, prisiones con electricidad, agua y comida. Imagino que el matón que te quiere tocar las nalgas o algo más esté también en ellas. Es un cliché mundial.

Las imágenes de la revuelta fueron transmitidas en vivo esa noche, motivo de extensos análisis al día siguiente y tema de todas las primeras portadas de los periódicos.

Ahora, crucemos el océano y lleguemos a la isla cautiva.

Allí, ocho millones de cubanos sobreviven sin comida suficiente —ni en cantidad ni en variedad—, sin agua, sin techo, sin electricidad. Los pocos alimentos que consiguen se pudren dentro de los míseros refrigeradores sin suministro eléctrico  

El transporte público es inexistente; ir de Güines a La Habana, por ejemplo, es una odisea de Homero, cuando en 1837, hace casi dos siglos, cruzaban ese trayecto dos trenes diarios.

Desde hace unos meses, varios de esos cubanos —cansados de tanta miseria, y de la maldad e ineptitud de quienes los oprimen— han empezado a agredir desde instalaciones eléctricas hasta los pocos autobuses que aún circulan, todos propiedad de la Junta de Barrigones que los subyuga.

No han quemado ninguno, como hicieron los franceses, solo han lanzado piedras y objetos contra sus cristales.

Y como Cuba no es Francia, y en vez de Macron el abofeteado, la isla está sometida a una Junta de Barrigones inhumanos, allí, en la cautiva, el Tribunal Supremo Popular —que, repito, no es supremo ni popular, sino solo tribunal— ha decretado la pena de muerte para quien ose “dañar bienes estratégicos y causar afectaciones a la seguridad colectiva”.

Coño, entonces todos ellos, los Barrigones, serán condenados a muerte, pues llevan sesenta y seis años dañando todos los bienes estratégicos de la desdichada isla e impidiendo la seguridad colectiva.

La democracia tolera los excesos; la dictadura reprime los derechos.

 



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