Anoche estaba meando en mi jardín mexicano. Un paraíso. De seguro, mi editora alemana cambiará "meando" por "miccionando" o algo por el estilo. Pero salía de mí. Todos los que me conocen saben que yo meo, no "micciono".
En febrero de 1992, meé en el jardín de la Casa Blanca, en Washington D. C. Eran otros tiempos. No me juzguen, tenía veintidós años y era mi primer viaje al extranjero. No es lo mismo decir "miccioné" en el patio de Bush el viejo" que "meé en el jardín del presidente". Hasta me traje una hoja de su jardín. Aun la conservo.
Volviendo a mi jardín, siempre he tenido una extraña fascinación con la luna llena. De niño, dormirme con la ventana abierta mirando la luna llena siempre me provocaba un ataque de asma. La muy cabrona, tan bella pero tan maliciosa con un niño flaco.
Anoche, mirándola de frente, mi cuerpo liberándose de sus excesos, recordé las muchas veces que la he visto en mi vida. Me vino a la mente primero la mano fuerte y amable de mi padre, caminando por un camino de piedras azules, camino a la casa paterna —de él, no mía, aunque mía—. Nuestras sombras en el suelo, ella, la luna, luz del cielo. El ruido de nuestros pasos, el sonido de las piedras pisadas, una rana a lo lejos.
Un niño con miedo a la noche, un padre protector bajo una luna llena. Su mano firme. Te marca de por vida, te hace hombre.
Luego seguí. Mi mente voló a una de aquellas "escuelas al campo" a las que el Orador Orate nos obligó a decenas de miles de mi generación. "Estudio y trabajo", decía el maldito. Para colmo, justificaba nuestra esclavitud con alguna frase de José Martí, un poeta que nunca pisó un surco.
Un niño de once años en un campo de Güines, en la noche. Durmiendo sobre una colchoneta sucia en un albergue lleno de otros niños, aunque más desarrollados que uno. Lo comprobaba todos los días en las multitudinarias duchas a cielo abierto. De arriba te caía un agua de pozo helado, abajo tus pies eran atacados por un regimiento de hongos invencibles. "Revolucionarios".
Y en aquel campo desolado, triste para un niño que nunca había dormido lejos de sus padres, miraba arriba la luna, llena, y abajo mi sombra sobre la tierra, antes de regresar la mirada triste hacia ella.
Y allí pensaba: “Esta misma luna está iluminando ahora algún lugar de este mundo donde la gente es feliz. Aquí alumbra el lúgubre sitio donde estoy yo”.
Anoche, meando profusamente, esa misma luna proyectaba mi sombra. Anoche la miré como siempre, pero ahora pensando que está iluminando también a mi triste Cuba, a mis padres, a los pocos amigos que me quedan en esa isla cautiva donde ella proyectó la sombra de aquel niño triste, ahora feliz hombre.
Les puedo decir que sentí la misma tristeza, la soledad. Hijos de puta, Barrigones de mierda.
Ahora me dieron ganas otra vez, me meo en todos ellos.
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