Desde muy joven, bueno, casi desde niño, anhelé vivir solo. No sé si sería porque desde que tengo memoria vivimos en un apartamento pequeño, con un pequeño balcón, un baño pequeño y dos pequeñas habitaciones.
Habitaciones que, además, recibían continuamente familiares del interior de la isla cautiva. Unos que venían a alguna cita médica, otros por asuntos de trabajo y algunos solo a disfrutar las ricas comidas que mi madre prepara aún hoy.
El asunto es que aquel pequeño apartamento siempre estaba lleno de gente. La fila para usar el baño igualaba a veces a la de recoger el miserable pan que el Orate había determinado que comieras. Uno al día, porque el socialismo decide lo que comes y cuánto comes.
Así que cuando empecé a ganar algo de independencia, una de las metas de mi vida fue la de hacerme de un techo propio. Sueño irrealizable en la Cuba del Orate, pues gracias a su "revolución" la industria de la construcción había colapsado incluso desde antes de mi nacimiento, tal como les cuento en Se acabó.
Pues ya entrado en los veinte, con una bella bebé y un empleo con cuya remuneración tardaría dos siglos en reunir el dinero para comprarme una casa, el Orate nos llevó a lo que él denominó "período especial en tiempos de paz". Una crisis económica total, que rápido degeneró en crisis social.
En tiempos de crisis agudas los valores humanos son suplantados por la necesidad de supervivencia, los amigos se pierden y las reglas antes establecidas se diluyen.
La gente necesitaba dinero para sobrevivir y yo tuve la suerte, y la habilidad, de empezar a hacer algo de dinero, no mucho, pero al parecer más que mis congéneres. Con algo en el bolsillo, regresó a mí aquel sueño del techo propio.
La compraventa de inmuebles estaba prohibida desde 1960, pero —como sucedió en el resto de los países socialistas, ya por entonces libres de socialismo— había formas de burlar el sistema. Era posible adquirir una casa sorteando las restricciones legales y burocráticas.
El problema era que desde 1960 no se construían nuevas casas, y yo no tenía lo suficiente para comprar una en buen estado. Tampoco había muchas susceptibles de ser adquiridas sin que el gobierno te descubriera en el intento.
Y así fue que encontré mi primera casa. Una construcción de los años veinte, en estado deteriorado pero habitable bajo los estándares de la isla cautiva, y a un precio y condiciones accesibles para un jovencito de veintidós años.
Y allá voy, a ver la casa. El vendedor abrió la puerta, el piso de la sala estaba hundido, el techo mostraba sus huesos metálicos, las paredes enseñaban los restos de una pintura que el tiempo ya borró. En ellas aún colgaban varios cuadros con viejas fotos en blanco y negro. Me llenó de pronto una sensación de que no estábamos solos. Sensación extraña.
En las fotos aparecía una señora muy bonita. Una mulata elegante. Algunas tomadas en Nueva York, otras en México. De ella solo quedaban allí aquellos cuadros y un caballito de peluche, un viejo juguete. Pregunté por ella, quién era, cuál fue su destino.
El vendedor me contó que la señora había vivido allí hasta su reciente muerte. No murió de causas naturales, murió por la ineficiencia de todo lo que el Orate tocó en su vida. La viejita había puesto algo a calentar en su cocina y se recostó un momento en su cama, a esperar.
La empresa que suministra el gas, confiscada por el Orate y ahora operada por el Estado, tuvo una de sus recurrentes interrupciones, y se extinguió la llama en la cocina de la señora.
Luego regresó el flujo de gas, ahora sin llama, y la viejita, aquella bella dama de las fotos, se asfixió en su sueño.
La mató el socialismo, murió antes de tiempo. Yo seguía con esa misma rara sensación en el cuerpo.
Ya les contaré.
Alguna vez pasé por esa cuadra y vi esa casa, por su estilo, siempre
ResponderEliminarme he fijado en las arquitecturas distintas, aunque sea en inmuebles
derruidos por la desidia castrista. Saludos, Tania Quintero