domingo, 29 de junio de 2025

Mi primera casa II

 


Ayer les conté cómo me hice de mi primera casa con solo veintidós años. Una proeza en la Cuba del Orate. Déjenme vanagloriarme un poco: un año antes apenas me alcanzaba el dinero para comprar leche para mi niña de dos años.

Tampoco es que la casa me costara una fortuna. Estaba medio en ruinas y hacerla totalmente habitable me costaría más que lo que pagué por ella. Lo importante era que tenía un techo, y era mío.

Les conté también la historia del trágico final que tuvo la dueña original, quien murió en su cama asfixiada por un suministro de gas afectado por la ineficiencia del socialismo. Muerte evitable.

No me fui a vivir allí, de hecho nunca la habité. Tenía otro techo por entonces, en mejor estado, más habitable y con más amor. Pero tampoco iba a dejar mi nueva casa en el estado en que se encontraba, así que, manos a la obra: a repararla.

Estábamos en la Cuba socialista. No es que fueras a una tienda a comprar cemento, pintura y cables eléctricos, o contrataras a una empresa privada para que te remodelara el inmueble. No, en la isla cautiva todo eso había sido confiscado por el Orate antes de que yo naciera.

En aquel país todo había que “conseguirlo”. Ese es el eufemismo cubano de comprar algo que alguien le robó al Estado. Y yo pude “conseguir” casi todo para empezar la obra. Sin mucho dinero y con juventud de sobra, me dispuse a acometer la faena yo mismo.

Empecé por el techo, que tenía sus varillas expuestas. Escalera, cubeta de mezcla de cemento y cuchara de albañil. Sube, baja, sube, baja. Repetidamente. Siempre que estaba arriba, pegando la mezcla, sentía la sensación de que alguien me observaba desde abajo, casi como si me sostuviera la escalera.

Muchas veces volteé la cabeza con rapidez, a ver si alcanzaba a ver a ese alguien. Sin éxito, pero la sensación ahí se mantenía. No sé si ustedes han experimentado eso también.

Con tanto sube y baja se me jodió la espalda. Hasta el día de hoy, treinta y cinco años después, me sigue doliendo. Me dicen que se llama ciática; para mí es una asiática hija de puta.

Con la espalda maltrecha contraté a dos albañiles. Bueno, no exactamente: uno era panadero, profesión similar en las artes, además de que el pan que de su horno salía parecía hecho con cemento. El otro no sé a qué se dedicaba.

Zioti, el panadero, era un negro oscuro, flaco, dientón, desgarbado y jodedor.* Carlos era un mulato alto, fuerte y callado. Empezaron trabajando bien, a buen ritmo.

Cada noche yo llevaba el cemento y otros materiales para los trabajos del día siguiente, sigilosamente para evitar que los soplones del barrio denunciaran lo que había “conseguido”. Entraba en la casa a oscuras, dejaba el material y me salía de prisa. Aquella sensación ahí seguía.

Incluso una noche fui con mi hijita de dos años, noche oscura. Abrí la puerta y la niña, temerosa habitualmente de la oscuridad, entró como si una mano la hubiera invitado. Avanzó por el pasillo hasta el final de la casa y regresó sonriendo:

—Mira, papi, me regalaron un caballito.

“Solavaya”, dicen los cubanos ante estas situaciones.

Un día los dos negros, ya amigos míos, dejaron de ir a trabajar. Pasó una semana y decidí ir por ellos. No podían dejarme aquello a medias. Encontré primero a Zioti, que trabajaba en la panadería de 19 y 34.

—¿Qué pasó, negro, por qué no han ido?

—Nada, cubano, nada. Vamos a casa de Carlos y él te dice.

Llegamos a casa de Carlos, muy cerca de la panadería, y se nos acercó con cara de preocupación. Enseguida pensé que quizás algún delator, un chivato, había denunciado mi trasiego de materiales de construcción.

—Mira, Omar, yo no entro más a esa casa.

—¿Por qué, negro, qué pasó?

—Hace tres noches estaba yo con la vecinita de enfrente, tú sabes, y ya habíamos terminado y estábamos conversando en la oscuridad, en el primer cuarto. Cuando veo detrás de ella la cara de una señora, una mulata ya mayor. Flotaba en lo oscuro. Me tapé los ojos creyendo que la chispa de tren** me había hecho daño, y cogí la mano de la vecina y salimos por la otra puerta. Cuando ya estábamos en el portal, me dice ella que se le quedaron sus llaves en el cuarto. Entré en la casa oscura, mirando solo al piso, recogí a tientas las llaves, y cuando volvía a salir por la puerta del baño, ahí estaba de nuevo. Mirándome. No sé de dónde me salió decirle: “No sé por qué te pones así si te estamos arreglando la casa”.

Pasó medio minuto que me pareció un siglo, la cara de Zioti estaba más blanca que yo. Carlos me miró a los ojos:

—Yo a esa casa no entro más, asere.

Esa noche, con los pelos de punta, nos fuimos a la casa. En voz alta dije que estaba allí para lo que se ofreciera. Los pelos de punta, como están ahora después de treinta y cinco años cuando escribo esto.

Nada, ni cara iluminada, ni voz, ni sombra, no vi nada.

Al día siguiente repartí unos vasos de agua en cada habitación. Costumbre cubana para “que los muertos suban”. También dupliqué el salario de mis dos amigos. Pude terminar la obra y quedó la casita al menos habitable.

No pinté el exterior porque en Cuba es muy inteligente volar bajito, “por debajo del radar”, para que la policía o los envidiosos no vengan por ti.


Las pocas veces que regresé a ella, antes de cambiarla por otra en mejores condiciones, la sensación regresaba.

Les confieso, nunca fue una sensación de peligro.


* Zioti me debe un dólar desde 1995. Le pagué un baguette por adelantado y nunca me lo llevó. 
** La chispa de tren era una bebida casera elaborada durante la crisis de principios de los 1990. Su nombre es indicativo de lo suave que su consumo resultaba al paladar. 

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