Conozco —no personalmente por suerte— a Donald J. Trump desde que yo era muy joven y soñaba con vivir en la ciudad donde el magnate pernoctaba. Tuve la suerte —he tenido mucha suerte en la vida, por eso no me ganaré nunca la lotería— de poder ir, en mi primer viaje “afuera” de la isla del doctor Castro, precisamente a Nueva York.
Lo de doctor no lo invento yo, así le decían al “graduado” de Derecho que nunca ejerció. Quizás por eso se llevó tan bien —por unos años, es cierto— con otro consumado desempleado, este de procedencia argentina y que se decía médico. Terminó sus días en Bolivia.
Volvamos al pichón de alemán. En los años ochenta, cuando yo tenía la oportunidad y la suerte de tropezar con películas de Hollywood —gracias, Nanette—, que a diferencia de las actuales eran arte, entretenimiento, no pasquines políticos ni manuales de wokismo, me encontraba con el personaje en algunas de ellas.
Me viene a la mente la segunda de Home Alone. Al día de hoy me hace reír. El sujeto también era tema recurrente en las revistas tontas que mis ávidas manos se agenciaban en la censurada isla.
Volvamos al viaje. Un cubichito de veintitrés años, devorador de cada periódico, recorte, video o lo que fuera relativo a la vida fuera de la granja en que vivía. No era una granja literal, era un país, pero con muchos animales, y alimañas. La verdad.
En ese viaje increíble —no lo hice solo, sino con otros amigos y una alimaña—, disfrutamos mucho. Nuestra única decepción fue que nunca apareció el anunciado agente de la CIA a intentar reclutarnos para su maligna causa.
El “compañero que nos atendía”, de pseudónimo Rubén, nos reiteró antes del viaje que esos perversos personajes agencia conocida como C.I.A. se nos acercarían en momentos de debilidad. Y miren que soy débil.
Débiles al fin nos fuimos a Gold Fingers en Manhattan, guiados por unos amigos boricuas de recuerdo eterno. No es lo mío el tema del tubo y ver las maromas de unas infelices. Las cervezas sí lo son.
En lugar de estar calentando el morbo, me puse a conversar con Rosa, algo ligero pero entretenido. Ya al final me preguntó si quería ver la rosa, no, preferí quedarme con el recuerdo de Rosa. Recuerdo inolvidable.
Perdón por el desvío, recuerdos.
Recuerdo que regresando a la ciudad pasamos al lado del aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. Allí, en la pista, se veía un Boeing 727-200 de una aerolínea llamada Trump Shuttle. Ahora sé que el personaje tiene su casa en Mar-a-Lago, y como buen capitalista se hizo una aerolínea para aliviar los gastos del fin de semana.
Sentado en un Camaro viejo en el Turnpike de New Jersey, aquel cubano —definido como “culicagao” por su progenitora—, quien sin saberse desamparado se creía el rey del mundo, viendo el nombre del hoy presidente impreso en el costado de un avión, pensó: “Qué clase de comemierda es este tipo”. Unos días antes había visto una torre en Manhattan también con el mentado apellido brillando en su último piso. Qué obsesión tiene el Donald con su apellido, me dije.
Pues bien, años después, reflejo de los tiempos, el personaje llegó a ser presidente. En la primera elección no voté por él, tampoco por la asesina. Era como escoger entre un infarto y un cáncer. En la segunda, que perdió, sí voté por él.
En 2024 repetí y ganó.
En su primer período continuó siendo un pesao, pero si usted no lo veía o escuchaba, el sujeto ejercía como un buen jefe de Estado. Repito, si no lo escuchaba. En términos prácticos, nos fue bien. Pasamos el virus chino con relativa libertad, gasolina a bajo precio, inflación escasa y vacunas gratis y efectivas.
Como dicen los cubanos recién llegados, “nolmal”.
Tan pesao es que perdió la reelección, pero como el sustituto fue mucho peor, el moño de trigo regresó a su añorado escritorio en la Oval. Un poco más pesao que de costumbre, la verdad, pero parece que igual de eficiente.
La semana pasada, con toda su pesadez, Trump logró el cese del fuego entre Israel e Irán (a ver cuánto dura), consiguió que todos los blanditos miembros de la OTAN se comprometieran a invertir más en defensa, la Suprema Corte de Estados Unidos legisló a su favor en varios asuntos, la bolsa de valores volvió a subir y, mientras escribo esto, su Big, Beautiful Bill avanza en el Senado.
Sea lo que sea, el viejo Donald es una buena noticia para su país, en términos prácticos, reales, no en las formas. Términos materiales. No lo escuchen, concéntrense en los hechos, palpables.
Yo voté por él, lo volvería a hacer aunque no me caiga bien como persona. El presidente no tiene que caerte bien ni ser tu amigo, es tu empleado. Gracias a Dios vivimos en una democracia.
Mientras tanto, yo sigo esperando al reclutador de la Agencia. Qué ineficientes, la verdad.