domingo, 29 de junio de 2025

Trump, el pesao

 

 

Conozco —no personalmente por suerte— a Donald J. Trump desde que yo era muy joven y soñaba con vivir en la ciudad donde el magnate pernoctaba. Tuve la suerte —he tenido mucha suerte en la vida, por eso no me ganaré nunca la lotería— de poder ir, en mi primer viaje afuera de la isla del doctor Castro, precisamente a Nueva York.

Lo de doctor no lo invento yo, así le decían al “graduado” de Derecho que nunca ejerció. Quizás por eso se llevó tan bien —por unos años, es cierto— con otro consumado desempleado, este de procedencia argentina y que se decía médico. Terminó sus días en Bolivia.

Volvamos al pichón de alemán. En los años ochenta, cuando yo tenía la oportunidad y la suerte de tropezar con películas de Hollywood —gracias, Nanette—, que a diferencia de las actuales eran arte, entretenimiento, no pasquines políticos ni manuales de wokismo, me encontraba con el personaje en algunas de ellas.

Me viene a la mente la segunda de Home Alone. Al día de hoy me hace reír. El sujeto también era tema recurrente en las revistas tontas que mis ávidas manos se agenciaban en la censurada isla.

Volvamos al viaje. Un cubichito de veintitrés años, devorador de cada periódico, recorte, video o lo que fuera relativo a la vida fuera de la granja en que vivía. No era una granja literal, era un país, pero con muchos animales, y alimañas. La verdad.

En ese viaje increíble —no lo hice solo, sino con otros amigos y una alimaña—, disfrutamos mucho. Nuestra única decepción fue que nunca apareció el anunciado agente de la CIA a intentar reclutarnos para su maligna causa.

El “compañero que nos atendía”, de pseudónimo Rubén, nos reiteró antes del viaje que esos perversos personajes agencia conocida como C.I.A. se nos acercarían en momentos de debilidad. Y miren que soy débil.

Débiles al fin nos fuimos a Gold Fingers en Manhattan, guiados por unos amigos boricuas de recuerdo eterno. No es lo mío el tema del tubo y ver las maromas de unas infelices. Las cervezas sí lo son.

En lugar de estar calentando el morbo, me puse a conversar con Rosa, algo ligero pero entretenido. Ya al final me preguntó si quería ver la rosa, no, preferí quedarme con el recuerdo de Rosa. Recuerdo inolvidable.

Perdón por el desvío, recuerdos.

Recuerdo que regresando a la ciudad pasamos al lado del aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. Allí, en la pista, se veía un Boeing 727-200 de una aerolínea llamada Trump Shuttle. Ahora sé que el personaje tiene su casa en Mar-a-Lago, y como buen capitalista se hizo una aerolínea para aliviar los gastos del fin de semana.

Sentado en un Camaro viejo en el Turnpike de New Jersey, aquel cubano definido como “culicagao” por su progenitora, quien sin saberse desamparado se creía el rey del mundo, viendo el nombre del hoy presidente impreso en el costado de un avión, pensó: “Qué clase de comemierda es este tipo”. Unos días antes había visto una torre en Manhattan también con el mentado apellido brillando en su último piso. Qué obsesión tiene el Donald con su apellido, me dije.

Pues bien, años después, reflejo de los tiempos, el personaje llegó a ser presidente. En la primera elección no voté por él, tampoco por la asesina. Era como escoger entre un infarto y un cáncer. En la segunda, que perdió, sí voté por él. 

En 2024 repetí y ganó.

En su primer período continuó siendo un pesao, pero si usted no lo veía o escuchaba, el sujeto ejercía como un buen jefe de Estado. Repito, si no lo escuchaba. En términos prácticos, nos fue bien. Pasamos el virus chino con relativa libertad, gasolina a bajo precio, inflación escasa y vacunas gratis y efectivas.

Como dicen los cubanos recién llegados, “nolmal”.

Tan pesao es que perdió la reelección, pero como el sustituto fue mucho peor, el moño de trigo regresó a su añorado escritorio en la Oval. Un poco más pesao que de costumbre, la verdad, pero parece que igual de eficiente.



La semana pasada, con toda su pesadez, Trump logró el cese del fuego entre Israel e Irán (a ver cuánto dura), consiguió que todos los blanditos miembros de la OTAN se comprometieran a invertir más en defensa, la Suprema Corte de Estados Unidos legisló a su favor en varios asuntos, la bolsa de valores volvió a subir y, mientras escribo esto, su Big, Beautiful Bill avanza en el Senado.

Sea lo que sea, el viejo Donald es una buena noticia para su país, en términos prácticos, reales, no en las formas. Términos materiales. No lo escuchen, concéntrense en los hechos, palpables.

Yo voté por él, lo volvería a hacer aunque no me caiga bien como persona. El presidente no tiene que caerte bien ni ser tu amigo, es tu empleado. Gracias a Dios vivimos en una democracia.

Mientras tanto, yo sigo esperando al reclutador de la Agencia. Qué ineficientes, la verdad.

Y nadie dice nada

 

Campo de concentración nazi, 1945



Hospital de Cuba, 2025

Ochenta años después, Nacional Socialismo y Socialismo creativo, sinónimos de GENOCIDIO.

Y nadie dice nada.

Bueno, el canciller de la Junta de los Barrigones sí dice, pero no de la gente en su país, gime por los niños de Gaza, a los que les llega ayuda humanitaria sin límites.




En su isla cautiva miles mueren desnutridos, no solo niños, ancianos, nuestros padres.

Socialismo




Mi primera casa II

 


Ayer les conté cómo me hice de mi primera casa con solo veintidós años. Una proeza en la Cuba del Orate. Déjenme vanagloriarme un poco: un año antes apenas me alcanzaba el dinero para comprar leche para mi niña de dos años.

Tampoco es que la casa me costara una fortuna. Estaba medio en ruinas y hacerla totalmente habitable me costaría más que lo que pagué por ella. Lo importante era que tenía un techo, y era mío.

Les conté también la historia del trágico final que tuvo la dueña original, quien murió en su cama asfixiada por un suministro de gas afectado por la ineficiencia del socialismo. Muerte evitable.

No me fui a vivir allí, de hecho nunca la habité. Tenía otro techo por entonces, en mejor estado, más habitable y con más amor. Pero tampoco iba a dejar mi nueva casa en el estado en que se encontraba, así que, manos a la obra: a repararla.

Estábamos en la Cuba socialista. No es que fueras a una tienda a comprar cemento, pintura y cables eléctricos, o contrataras a una empresa privada para que te remodelara el inmueble. No, en la isla cautiva todo eso había sido confiscado por el Orate antes de que yo naciera.

En aquel país todo había que “conseguirlo”. Ese es el eufemismo cubano de comprar algo que alguien le robó al Estado. Y yo pude “conseguir” casi todo para empezar la obra. Sin mucho dinero y con juventud de sobra, me dispuse a acometer la faena yo mismo.

Empecé por el techo, que tenía sus varillas expuestas. Escalera, cubeta de mezcla de cemento y cuchara de albañil. Sube, baja, sube, baja. Repetidamente. Siempre que estaba arriba, pegando la mezcla, sentía la sensación de que alguien me observaba desde abajo, casi como si me sostuviera la escalera.

Muchas veces volteé la cabeza con rapidez, a ver si alcanzaba a ver a ese alguien. Sin éxito, pero la sensación ahí se mantenía. No sé si ustedes han experimentado eso también.

Con tanto sube y baja se me jodió la espalda. Hasta el día de hoy, treinta y cinco años después, me sigue doliendo. Me dicen que se llama ciática; para mí es una asiática hija de puta.

Con la espalda maltrecha contraté a dos albañiles. Bueno, no exactamente: uno era panadero, profesión similar en las artes, además de que el pan que de su horno salía parecía hecho con cemento. El otro no sé a qué se dedicaba.

Zioti, el panadero, era un negro oscuro, flaco, dientón, desgarbado y jodedor.* Carlos era un mulato alto, fuerte y callado. Empezaron trabajando bien, a buen ritmo.

Cada noche yo llevaba el cemento y otros materiales para los trabajos del día siguiente, sigilosamente para evitar que los soplones del barrio denunciaran lo que había “conseguido”. Entraba en la casa a oscuras, dejaba el material y me salía de prisa. Aquella sensación ahí seguía.

Incluso una noche fui con mi hijita de dos años, noche oscura. Abrí la puerta y la niña, temerosa habitualmente de la oscuridad, entró como si una mano la hubiera invitado. Avanzó por el pasillo hasta el final de la casa y regresó sonriendo:

—Mira, papi, me regalaron un caballito.

“Solavaya”, dicen los cubanos ante estas situaciones.

Un día los dos negros, ya amigos míos, dejaron de ir a trabajar. Pasó una semana y decidí ir por ellos. No podían dejarme aquello a medias. Encontré primero a Zioti, que trabajaba en la panadería de 19 y 34.

—¿Qué pasó, negro, por qué no han ido?

—Nada, cubano, nada. Vamos a casa de Carlos y él te dice.

Llegamos a casa de Carlos, muy cerca de la panadería, y se nos acercó con cara de preocupación. Enseguida pensé que quizás algún delator, un chivato, había denunciado mi trasiego de materiales de construcción.

—Mira, Omar, yo no entro más a esa casa.

—¿Por qué, negro, qué pasó?

—Hace tres noches estaba yo con la vecinita de enfrente, tú sabes, y ya habíamos terminado y estábamos conversando en la oscuridad, en el primer cuarto. Cuando veo detrás de ella la cara de una señora, una mulata ya mayor. Flotaba en lo oscuro. Me tapé los ojos creyendo que la chispa de tren** me había hecho daño, y cogí la mano de la vecina y salimos por la otra puerta. Cuando ya estábamos en el portal, me dice ella que se le quedaron sus llaves en el cuarto. Entré en la casa oscura, mirando solo al piso, recogí a tientas las llaves, y cuando volvía a salir por la puerta del baño, ahí estaba de nuevo. Mirándome. No sé de dónde me salió decirle: “No sé por qué te pones así si te estamos arreglando la casa”.

Pasó medio minuto que me pareció un siglo, la cara de Zioti estaba más blanca que yo. Carlos me miró a los ojos:

—Yo a esa casa no entro más, asere.

Esa noche, con los pelos de punta, nos fuimos a la casa. En voz alta dije que estaba allí para lo que se ofreciera. Los pelos de punta, como están ahora después de treinta y cinco años cuando escribo esto.

Nada, ni cara iluminada, ni voz, ni sombra, no vi nada.

Al día siguiente repartí unos vasos de agua en cada habitación. Costumbre cubana para “que los muertos suban”. También dupliqué el salario de mis dos amigos. Pude terminar la obra y quedó la casita al menos habitable.

No pinté el exterior porque en Cuba es muy inteligente volar bajito, “por debajo del radar”, para que la policía o los envidiosos no vengan por ti.


Las pocas veces que regresé a ella, antes de cambiarla por otra en mejores condiciones, la sensación regresaba.

Les confieso, nunca fue una sensación de peligro.


* Zioti me debe un dólar desde 1995. Le pagué un baguette por adelantado y nunca me lo llevó. 
** La chispa de tren era una bebida casera elaborada durante la crisis de principios de los 1990. Su nombre es indicativo de lo suave que su consumo resultaba al paladar. 

sábado, 28 de junio de 2025

Mi primera casa I

 

Desde muy joven, bueno, casi desde niño, anhelé vivir solo. No sé si sería porque desde que tengo memoria vivimos en un apartamento pequeño, con un pequeño balcón, un baño pequeño y dos pequeñas habitaciones.

Habitaciones que, además, recibían continuamente familiares del interior de la isla cautiva. Unos que venían a alguna cita médica, otros por asuntos de trabajo y algunos solo a disfrutar las ricas comidas que mi madre prepara aún hoy.

El asunto es que aquel pequeño apartamento siempre estaba lleno de gente. La fila para usar el baño igualaba a veces a la de recoger el miserable pan que el Orate había determinado que comieras. Uno al día, porque el socialismo decide lo que comes y cuánto comes.

Así que cuando empecé a ganar algo de independencia, una de las metas de mi vida fue la de hacerme de un techo propio. Sueño irrealizable en la Cuba del Orate, pues gracias a su "revolución" la industria de la construcción había colapsado incluso desde antes de mi nacimiento, tal como les cuento en Se acabó.

Pues ya entrado en los veinte, con una bella bebé y un empleo con cuya remuneración tardaría dos siglos en reunir el dinero para comprarme una casa, el Orate nos llevó a lo que él denominó "período especial en tiempos de paz". Una crisis económica total, que rápido degeneró en crisis social.

En tiempos de crisis agudas los valores humanos son suplantados por la necesidad de supervivencia, los amigos se pierden y las reglas antes establecidas se diluyen.

La gente necesitaba dinero para sobrevivir y yo tuve la suerte, y la habilidad, de empezar a hacer algo de dinero, no mucho, pero al parecer más que mis congéneres. Con algo en el bolsillo, regresó a mí aquel sueño del techo propio.

La compraventa de inmuebles estaba prohibida desde 1960, pero —como sucedió en el resto de los países socialistas, ya por entonces libres de socialismo— había formas de burlar el sistema. Era posible adquirir una casa sorteando las restricciones legales y burocráticas.

El problema era que desde 1960 no se construían nuevas casas, y yo no tenía lo suficiente para comprar una en buen estado. Tampoco había muchas susceptibles de ser adquiridas sin que el gobierno te descubriera en el intento.

Y así fue que encontré mi primera casa. Una construcción de los años veinte, en estado deteriorado pero habitable bajo los estándares de la isla cautiva, y a un precio y condiciones accesibles para un jovencito de veintidós años.

Y allá voy, a ver la casa. El vendedor abrió la puerta, el piso de la sala estaba hundido, el techo mostraba sus huesos metálicos, las paredes enseñaban los restos de una pintura que el tiempo ya borró. En ellas aún colgaban varios cuadros con viejas fotos en blanco y negro. Me llenó de pronto una sensación de que no estábamos solos. Sensación extraña.

En las fotos aparecía una señora muy bonita. Una mulata elegante. Algunas tomadas en Nueva York, otras en México. De ella solo quedaban allí aquellos cuadros y un caballito de peluche, un viejo juguete. Pregunté por ella, quién era, cuál fue su destino.

El vendedor me contó que la señora había vivido allí hasta su reciente muerte. No murió de causas naturales, murió por la ineficiencia de todo lo que el Orate tocó en su vida. La viejita había puesto algo a calentar en su cocina y se recostó un momento en su cama, a esperar.

La empresa que suministra el gas, confiscada por el Orate y ahora operada por el Estado, tuvo una de sus recurrentes interrupciones, y se extinguió la llama en la cocina de la señora.

Luego regresó el flujo de gas, ahora sin llama, y la viejita, aquella bella dama de las fotos, se asfixió en su sueño.

La mató el socialismo, murió antes de tiempo. Yo seguía con esa misma rara sensación en el cuerpo.

 


Ya les contaré.

Los huevos de mi padre

Hoy que escucho sobre la escasez y los exorbitantes precios de los huevos en la isla cautiva, me acordé de mi padre. No es que necesite de...