En la introducción de Se acabó... les cuento que en 1990 me encontré en una encrucijada. Por un lado, nació mi bella bebé; por otro, al ficticio teatro socialista que Fidel Castro había logrado mantener durante treinta años se le acababa la gasolina, literalmente.
El derrumbe del socialismo en Europa —cosa fabulosa— dejó al régimen cubano desamparado y sacó a la luz su condición de eterno parásito. En vez de buscar soluciones racionales, el tirano nos apretó más las tuercas, mejor dicho, los cinturones.
Me iba bastante bien, tanto en lo profesional como en el negocio ilegal. Recuerden que si en el capitalismo todo lo que no esté prohibido es legal, en el socialismo todo lo que no esté autorizado es ilegal. En Cuba casi nada estaba autorizado.
Vendí desde obras de arte —lo que no me enorgullece— hasta papel sanitario, pasando por televisores, videocaseteras, gomas de auto y latas de jamón. Nunca nada robado, eso lo garantizo. No he robado ni debido dinero nunca en mi vida. No hay nada mejor que dormir tranquilo.
Les cuento todo esto porque en los últimos meses he leído en varias ocasiones noticias de cubanos de la isla que comen gatos para no morir de hambre. Y es que el hombre —el ser humano, para no herir susceptibilidades— en situaciones de escasez come lo que tiene a su alcance.
Ahora mismo estoy en Perú, y aquí el comer cuy es todo un privilegio. El cuy, en Cuba lo conocemos por curiel; en otros lugares lo llaman hámster. En algún momento de su historia, los peruanos, o los incas, se vieron obligados a ingerir a estos roedores hasta que finalmente se incorporaron definitivamente a su menú tradicional. Y de veras les gusta, al menos en el alto Perú.
Aquella Cuba de principios de los noventa era sinónimo de escasez, de hambre. Incluso llegamos al punto de una epidemia causada por la desnutrición. Yo, sin embargo, la sorteé mejor de lo que esperaba. La bonanza económica —pequeña, pero bonanza al fin— me permitió no solo alimentar a mi niña, sino a muchos más de la familia.
Incluso hasta engordé unas libras. Y aquí entra Gori. Gori era el gato de mi novia. Blanco y naranja. Nunca le caí bien, pero creo que me soportaba. Junto con mi abdomen, Gori también aumentó de peso proporcionalmente a su desdén hacia mi persona. Una noche, el muy ladino se orinó en mis tenis.
Por entonces yo vivía en 1ra, entre 24 y 26, en Miramar. En la acera sur, pues en la que daba al mar solo quedaban algunas casas semidestruidas, confiscadas alguna vez por el gobierno y ahora abandonadas. No recuerdo cuándo se mudó a una de aquellas ruinas una numerosa familia. Por su acento, creo que provenían del oriente de la isla.
La mañana siguiente, me puse los tenis con peste a orines de gato. La reacción inmediata fue convertir al ejemplar no meado en proyectil y lanzarlo contra Gori, que ya huía. El impacto fue en su pierna derecha, y por algunos días anduvo cojeando. Yo con mi pie derecho oliendo a gato mientras Gori, entre gordo y cojo, había perdido parte de su habitual agilidad.
Poco después, Gori ya no apareció más en su ventana favorita, la que siempre ocupaba en la cocina. "Al rato aparece", pensamos. Enfrente —cosa inusual— se escuchaba una feliz algarabía. El hombre, el ser humano, en momentos de hambre. Se lo comieron.
Mañana comeré cuy al horno, ya les contaré. Solo espero que, si un día vuelvo a Cuba, no me ofrezcan la para entonces ya tradicional receta de potaje de gato.
Primero se acabaron las vacas, luego los cerdos, ahora también el pollo. ¿Que van a comer cuando se acaben los gatos?
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