viernes, 1 de agosto de 2025

Vergüenzas discapacitadas

 


Hoy les quiero comentar sobre un tema local. Quizás es nacional, no lo sé. En el último mes he estado en Texas, Louisiana, Mississippi, Alabama y el norte de la Florida, y no he visto lo que con frecuencia veo en Miami.

Ser observador, curioso, es al mismo tiempo una bendición y una maldición.

Llevo ya treinta años viviendo en libertad, y no solo eso: en el mejor país de este bello y castigado planeta. Estoy aquí gracias a Lyndon Johnson, un presidente olvidado a pesar de todo lo que hizo por este país hermoso.

Olvidado por nosotros, los cubanos, que durante décadas nos hemos acogido a esa ley de tiempos de Guerra Fría conocida como ley de ajuste cubano.

Pregúntele a un cubano si sabe gracias a quién está aquí: ninguno le dirá que gracias a Lyndon B. Johnson. Hablaremos de él uno de estos días.

Me desvío siempre, ya saben. Perdónenme, cosas de la edad.

Treinta años aquí, primero en el sur de California y luego, cansado de impuestos, regulaciones y tráfico, me vine a Miami. Bueno, aquí encontré lo mismo, pero al menos tengo a mis tías y tíos.

Y traigo esto a colación por algo que he estado observando, y que me está molestando: la erosión del respeto a la convivencia, del respeto a lo legal.

No solo me molesta, me duele. Después de tantos años, mis raíces están en este terreno. Después de tantos años, puedo ver algunos cambios, nada buenos, en la convivencia social.

Ya no les digo sobre el vehículo frente a ti en un semáforo. Luz roja que pasa a verde, el de enfrente no se mueve. Ves al conductor pegado a la pantalla de un celular. Tocas bocina, a pesar de que odias provocar ruido. Sale disparado, cruza la intersección en luz amarilla. Tú te quedas esperando la próxima verde.

Sigues manejando, conduciendo, y tienes que estar alerta si ves un auto jodidón, lleno de gente. ¿Por qué? Porque van a frenar de pronto, intentando que le pegues con el tuyo. Si no les pegas, se vienen en reversa y te pegan ellos. Se bajan todos cojeando, filmados frente a un abogado chupasangre que casualmente pasaba por ahí. Lo sé porque uno de mis primos, al parecer, lo hacía cuando llegó.

Pero, de verdad, lo que más me molesta es lo de los permisos de discapacitados.

La mayoría de la gente no es observadora. Para mi desgracia, yo lo soy. Una maldición.

Vengo de la Cuba totalitaria. Treinta años después, todavía observo mi entorno. Ya no busco al chivato del DTI o del G-2; ahora estoy al tanto del asaltante, del ciclista que se cae frente a tu auto y te acusa, o del fortachón con un cartel de ayuda porque no tiene trabajo.

Y lo que veo, cada vez más, aquí en el sur de la Florida, es la cantidad de gente que porta en sus vehículos la identificación de discapacitados. Lo que les da derecho a estacionar su auto en los sitios privilegiados que la ley les provee a estas personas.

Ahora, cada vez más, veo a otros fortachones o mujeres de cuerpos torneados —generalmente manejando autos de lujo— parquearse en esos sitios. Se bajan con poder, empoderados. Ocupando el espacio que le corresponde a una persona que de verdad necesita ese lugar.


Otra variante de estos sinvergüenzas son los distribuidores de Amazon, Didi, Uber Eats y todas esas plataformas que pululan en estos días.

El sábado, comiendo algo griego después de una tarde feliz, frente a una ventana, veo cómo llega una chica, ocupa el lugar de estacionamiento de discapacitados, y se dedica a recoger su pedido griego.


Y lo que me provoca a aburrirlos con este tema local es que hoy, estacionando en otro restaurante —ahora yo recogiendo comida libanesa— veo a dos socotrocos jóvenes, en carro deportivo tuneado, parquearse descaradamente en uno de esos espacios para discapacitados.

Asombrado por la falta de vergüenza, me quedé observándolos. En eso llega otro vehículo, de esos feos que los fabricantes nos meten por la cara en estos días. Una señora mayor, buscando lugar para posicionar su antiestético artefacto...

No lo encontró. Estaba ocupado por el de los granujas.

Moví el mi viejo camión del puesto de estacionamiento y la ayudé a encajar el suyo en ese angosto espacio.

La ayudé a bajarse. Se llama decencia, así me criaron.

Los socotrocos, mientras tanto, dentro del restaurante, miraban sus celulares mientras esperaban su comida.

Como les dije hace unos meses, soy oficialmente viejo, pero oficialmente decente.







1 comentario:

  1. Yo no vivo en Miami. Vivo en Connecticut y aquí no se da ese fenómeno. Es más, visito mucho West Palm Beach y tampoco lo he notado. Soy cubano y me parece que lo que sucede en Miami se debe a que hay muchos de nuestros paisanos allá, sobre todo de estas últimas generaciones cuya educación formal deja mucho que desear, sin querer generalizar. En WPB también hay cubanos. Pero al ser menor su número ese tipo de conductas no resulta tan evidente. Quizá se deba a la liberalidad de los médicos para otorgar estas autorizaciones a discapacitados. A mi me da la impresión de que los cubanos han creado una especie de micro-ambiente dentro del condado Miami-Dade que ven como una prolongación de Cuba, con sus virtudes y sus defectos. Recuerdo ahora un video de un cubano manejando por Hialeah que le pregunta a otro cubano en inglés por una dirección y aque le dice le hable en español porque están es Hialeah y cuando el primero le dice que Hialeah está en Estados Unidos, el segundo le dice Hialeah en Hialeah y allí se habla español que Estados Unidos "es otra cosa".Nací y crecí en Cuba. Me gusta el congrí, el lechón asado y la yuca con mojo.No soy muy amigo de la peanut butter ni de los hot dogs. Pero cuando nací juré defender y respetar a este país donde vivo y sus leyes. Lo que está mal, está mal, venga de quien venga.

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