sábado, 2 de agosto de 2025

Martes Santo, 1980

 


El martes 1 de abril de 1980 fue un día que el Orador Orate recordaría toda su vida. A partir de ese día, su presumido, pero presunto, “paraíso socialista” comenzaría a mostrarse ante el mundo como lo que en realidad era: una mentira.

Todo comenzó en el barrio de Lawton, en la calle Tejar. Allí vivía Radamés Gómez, un joven desesperado por huir del manicomio represivo impuesto por el Orate. De alguna manera, él y su amigo Héctor convencieron al Títere para usar su autobús como ariete, entrar a la fuerza en la embajada de la República del Perú en La Habana y pedir asilo político.

El autobús, un Girón XII ensamblado en Cuba sobre un chasis español, cubría la ruta 79 entre Lawton y Playa. Muchos cubanos menores de treinta años no saben que hasta el fin de los subsidios soviéticos, La Habana era servida por una red de rutas de autobuses. Si bien no funcionaban eficientemente —como todo en el socialismo— al menos los habaneros podían moverse de un sitio a otro.

Así fue como Radamés, el Títere y Héctor, junto a otros asustados pasajeros, chocaron contra la cerca de la embajada y, bajo los tiros, se apearon del ómnibus. Tiros no de ellos, que no iban armados, sino de los custodios del recinto. Radamés y Héctor resultaron heridos, y Pedro Ortiz Cabrera, un custodio, murió por los disparos de sus compañeros.

Como era su costumbre, al enterarse, el Orate entró en una de sus rabietas. No tanto por la muerte de su soldado, sino porque el encargado de negocios de Perú se negó a entregarle a los asilados. Como era su costumbre —costumbre mantenida hoy por los Barrigones que siguen desgobernando Cuba— mintió abiertamente y acusó a Radamés, a Francisco el Títere y a Héctor de haber asesinado al joven custodio.

Paradójicamente, el Orate había iniciado su lucha por ser el dueño de Cuba asaltando un cuartel, con compinches —muchos más que Radamés—, con armas y matando.

Más aún, porque así era él, ordenó retirar toda vigilancia a la sede diplomática. Resultaría uno de sus más trascendentales errores de cálculo.

El bravucón, como sabemos, era dueño del país, literalmente. Ordenó que su periódico oficial publicara un editorial el 7 de abril anunciando la “posición de Cuba”, que era la de él. Anunció que ya no protegería la embajada de esos “infames delincuentes”.

Era 1980, las redes sociales y los teléfonos celulares no aparecían ni en las películas de ciencia ficción. En menos de 48 horas —lo dijo el mismo Granma días después— más de 3000 cubanos estaban dentro del recinto peruano. Hombres, mujeres, niños, jóvenes y viejos, blancos, negros, mulatos. Un arca de Noé de la sociedad cubana.

Todos en busca de libertad.



Llegaron a ser unos diez mil. Hacinados en una casa familiar —seguramente decomisada a principios de los 60 a la familia que la construyó—, cinco personas por metro cuadrado, sin agua ni baños. Casi sin comida. La poca que les llegaba, del propio gobierno, era disputada con violencia por los más fuertes. Las peleas, por supuesto, eran filmadas y divulgadas por la televisión oficial.

Catalogó a los asilados de delincuentes, lumpen, vagos, homosexuales (para él eso siempre fue un grave defecto humano) y escorias. Los cubanos gritaban rabiosos frente a su rabioso líder: “¡Que se vayan!”, “¡Que se vaya la escoria!”.

Astuto como era, se debe de haber percatado de su error inicial y se reunió secretamente con el encargado de negocios peruano, Ernesto Pinto Basulto, para intentar solucionar el enredo. Allí, ocultos dentro de su limusina ZIL, decidían el destino de diez mil cubanos.

No pudo con el diplomático, y al final permitió que muchos asilados regresaran a sus casas con un “salvoconducto”. No los apresó, pero ordenó que turbas de cubanos los apedrearan y golpearan. “¡Que se vaya la escoria!”, gritaban mientras bombardeaban sus fachadas con huevos.

Así como todavía había autobuses, también había huevos.

Luego, otra vez el Orate subió la apuesta. Cometió otro error —común en los que se creen superiores al resto— y abrió el cercano puerto del Mariel a cualquier familiar exiliado que quisiera ir a recoger a sus familiares descontentos. No calculó que en menos de seis meses más de cien mil cubanos embarcarían hacia la libertad.

Muchos más pretendían escapar, por lo que, unos meses después, ordenó suspender el flujo de embarcaciones. Ya les contaré.

Coincidentemente, el mismo día en que Castro llenó la 5ª Avenida de cubanos en una gran “marcha del pueblo combatiente”, el 17 de mayo de 1980, el grupo terrorista comunista Sendero Luminoso ejecutó su primer atentado en Chuschi, Perú. Sería el primero de muchos.

Coincidentemente.


Radamés, Héctor y a varios otros lo tuvieron más difícil. No pudieron salir de inmediato. En 1991, Radamés llegó a la libertad. Hoy tiene familia e hijos. Dondequiera que estés, un abrazo fraterno.







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