domingo, 17 de agosto de 2025

El primer asesinato de un político en la historia de Cuba

En Cuba, como en todos los países, el asesinato de políticos se produjo unas veces por razones políticas y otras por personales. Unas veces de manera directa, otras no tanto e, incluso, cosas de cubanos, llegó a producirse el autoasesinato.

De lo primero hay muchos ejemplos, como el del joven Julio Antonio Mella, mandado a asesinar por sus propios compañeros comunistas por desavenencias ideológicas y personales, en una calle de la Ciudad de México. Por cierto, muy cerca de donde la sensatez y la decencia retiraron las esculturas del Orate y del Gaucho asesino hace unas semanas.

O el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y de Antonio de la Guardia por desavenencias narcomercantiles. Hay cientos de ejemplos.

De lo segundo me viene a la mente la muerte del llamado Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, dejado a su suerte por sus compañeros de la “república en armas”; o la desaparición de Camilo Cienfuegos y el ajusticiamiento de Ernesto Guevara, muertes muy convenientes a su jefe, el Orador Orate.

De lo tercero recordemos la ridícula y trágica muerte de José Martí cuando de poeta quiso convertirse en mambí. O la también ridícula y dramática muerte del candidato Eduardo Chibás, que se rajó un tiro que le rajó la panza, y la vida.

Política y muerte, siempre ligadas, desde la Antigüedad hasta nuestros días.

Lo que mucha gente no se imagina es que el primer asesinato de un político ocurrido en Cuba fue en 1579.

En esa época, La Habana no era más que un pequeño muelle ubicado por donde está hoy la fuente con leones que se encuentra en la plazoleta de la iglesia de San Francisco. No solo el muelle, exagero a veces. También se veían unos caminos que con el tiempo se convertirían en las calles Mercaderes, Oficios, San Ignacio o Muralla.

Unas pocas casas estaban construidas en piedra y ninguna tenía techos de teja. La mejor era la de Juan de Rojas, el olvidado fundador de la villa. Fundador en el sentido estricto: gracias a Rojas existe La Habana. Otro día les cuento sobre él.

Rojas se había hecho de un pequeño estero al norte del mencionado muelle, en la costa de la bahía. Un lugar privilegiado: por un lado daba al mar, por el frente a la Plaza de Armas, que por entonces era un baldío polvoriento rematado por la polvorienta primera iglesia que tuvo el poblado.

Eran tiempos convulsos, como todos lo han sido, y los mares españoles de ultramar estaban infectados de piratas, corsarios y flotillas comandadas por capitanes de los países que no querían que España tuviera mares en ultramar. No solo asaltaban a los barcos españoles sino también sus poblaciones costeras. No eran muchas, la verdad.

Ya en 1555, un sádico pirata francés había arrasado con La Habana. La dejó llena de escombros y ruinas. Tal como está en la actualidad, pero a una menor escala. A diferencia de la actual, que no hay quien la componga, los pocos vecinos, entre ellos Rojas, pronto reconstruyeron sus casas y la saqueada y profanada iglesia.

Del otro lado del Atlántico, el rey Felipe II estaba encabronado de que unos herejes anduvieran asaltando sus posesiones y mandó a que se construyera una fortaleza en La Habana. Ya había habido una, tan inútil que ese pirata hugonote, Jacques de Sores, la quemó y demolió en pocos días.

Bueno, pues mandaron desde España al maestro Francisco Calona, a finales de 1561, con su mujer, hijos y un sueldo fijo. Debía construir una fortaleza de acuerdo con el plano que le dieron en Sevilla. Al principio se lo tomó con calma: demoró una semana en presentarse a trabajar.

Escogió para levantarla el sitio de la casa de Juan de Rojas, habiendo tanto terreno disponible. Rojas, leal a su rey, tuvo que entregar su casa para que la demolieran. Le indemnizarían al cabo de unos años. Eran otros tiempos, diferentes a los del Orate.

Empezó Calona a construir su fortaleza en 1562 y era 1579 y el maestro seguía construyéndola, con calma. Su contrato estipulaba que, mientras estuviera ocupado en la fortaleza, se le pagaría regularmente. Cuando la terminara, terminaba la paga. Ya entienden a Calona, ¿verdad?

Así fue como llegó un nuevo gobernador a la isla, a La Habana, y se encontró con el castillo a medio hacer y con los chismes de los vecinos acerca del maestro procrastinador. Que los cubanos siempre han sido chismosos.

Francisco de Carreño no demoró en presionar a Calona y en amenazar con despedirlo, aunque tuviera que recurrir a España. Hasta lo multó con dos mil ducados.

En eso andaban cuando llegó la fecha de cumpleaños del gobernador, en abril de 1579. Era una villa pequeña en la que todos los vecinos se conocían y muchos fueron a llevarle presentes al gobernador. Que los cubanos siempre hemos sido lisonjeros.

Allí se apareció la mujer de Calona. Le llevaba de regalo un “manjar blanco”, un dulce de la época. Hecho por ella misma para el gobernador.

Al parecer le gustó, pues unas horas más tarde las velas de cumpleaños ahora eran de velorio. Lo envenenaron.

A pesar de los chismes, Calona continuó en su empleo, incluso terminó la fortaleza. Ya era tan habanero como los habaneros y ya tenía otros negocios. Recordemos que materiales de construcción y negros esclavos nunca le faltaron. Que los cubanos siempre hemos sido muy avivados.

Y allí está hoy, el castillo de la Real Fuerza. Inmune aún a la debacle que lo rodea. Construido por Francisco Calona aunque tuviera que matar a un gobernador.

¡Qué tiempos!

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