domingo, 20 de julio de 2025

Olmos el polizón

 


Leí hace poco que el aeropuerto de La Habana estaba ofertando múltiples plazas laborales ante el éxodo de trabajadores. Los sueldos ofrecidos van desde los 4800 hasta los 6200 pesos cubanos. Esto en un país en el que un cartón de huevos cuesta 4200 pesos. Es decir, si usted es contratado, su sueldo le alcanza para veinticuatro huevos, y quizás unos pedazos de pan duro.

Hace unos días, el Marrano de la Junta de los Barrigones, tontorrón número 2, anunció con bombo y platillo que se incrementarían las pensiones que reciben más de un millón de retirados. Todavía no les alcanzará para comprar ese cartón de huevos, pero se agradece la intención. Al cabo, que imprimir más dinero sin producir más lo que hace es que aumenten los precios.

Volvamos a los aviones. La sangría laboral del aeropuerto y de la casi extinta Cubana de Aviación —que ya no vuela aviones propios— no inició ahora con el principio del colapso final provocado por la Junta de Barrigones. Empezó desde 1959, cuando por órdenes del Orador Orate su régimen los confiscó sin derecho a indemnización. Este rápido proceso lo conté en Se acabó...

La noticia que leí me hizo recordar un ejemplo cercano del citado éxodo, que durante la administración —es un decir— de Biden se convirtió en estampida.

En 1994, mi hermano, quien trabajaba como ingeniero en la aerolínea estatal cubana, cuando todavía tenía aviones de fabricación soviética, pudo escapar a Canadá durante un muy merecido viaje de trabajo que hizo a ese país.

Al poco tiempo ya estaba comiendo pan con bistec en Miami. Yo pude escapar al año siguiente, pero a Madrid. Callos a la madrileña me esperaban.

Dejó atrás a un buen grupo de amigos. El hombre siempre tuvo una inusitada capacidad para crear más que amigos: seguidores. Como un culto. Después de su partida heredé muchos de ellos, algunos que llegaron a ser mis hermanos cuando mi hermano ya no lo era.

Uno en particular, motivo de todo este preámbulo, no lo pude heredar. No porque él o yo quisiéramos, sino porque desde la partida de su líder no hizo otra cosa más que pensar en la forma de seguirlo. Y a eso se dedicó durante muchos meses.

Se llama Olmos. Era técnico de mantenimiento de los Tu-154M con los que la empresa volaba a Montreal y a Ciudad de México. Por su trabajo tenía acceso a todas las áreas del aparato mientras estaba en tierra. Solo que, para subir la escalerilla, tenía que dejarle su identificación a un mal encarado y flaco custodio al pie de esta.

Así entraba al avión y realizaba su faena de reparaciones. Al terminar, regresaba a la pista y el guardia le devolvía su "solapín". Así le decían en la isla cautiva a la identificación laboral.

Una noche, Olmos, ya decidido, y teniendo que arreglar un problema en uno de los baños, tuvo que bajar y subir innumerables veces la mentada escalerilla en busca de piezas para solucionar el defecto. Solapín al guardia, devuelve el solapín a Olmos, solapín al guardia... innumerables veces.

Tantas veces que, en una de ellas, Olmos entró al interior del avión acompañado de su solapín. Si usted todavía no repara en las repercusiones de este detalle, déjeme explicarle la magnitud de su significado.

Que el guardia no tuviera la identificación de Olmos equivalía a que Olmos no estaba en el avión. Para la Seguridad del Estado, empleador del flaco custodio, el amigo de mi hermano estaría en cualquier otro lado del aeropuerto, menos en aquel avión que en horas despegaría.

Olmos había dado el primer paso hacia su libertad. No le costó mucho esfuerzo encontrar dónde ocultarse en un avión que él conocía como la palma de su mano. Un lugar seguro, no como el de otros polizones que habían muerto antes, y otros que morirán después, que se escaparon escondidos en el tren de aterrizaje y perecieron, o aplastados o congelados.

Olmos, no. Quieto, tranquilo en un compartimiento cercano a la cocina del avión.

El único momento en que estuvo en peligro fue cuando, ya en vuelo, abriendo sigilosamente la portezuela, extendió su brazo para alcanzar una fría lata de soda que un segundo antes había abierto una de las aeromozas. Así es Olmos.

Aterrizado el Tupolev en Montreal, bajados los pasajeros y la tripulación, entró a la nave el personal de limpieza. Era la señal esperada por Olmos, quien para sorpresa de estos salió disparado en un maratón hacia la puerta de servicio.

En pocos segundos corría por el medio de la congelada pista del aeropuerto canadiense. Desesperadamente, estilo Forrest Gump con los matones persiguiéndolo. No pasó ni un minuto para que también a él lo persiguiera la policía del lugar.

Finalmente lo alcanzaron. No había sido el primer cubano en viajar de polizón con éxito.

Welcome to freedom, le dijeron, mientras todos, Olmos y ellos, jadeaban en el intenso frío.

Olmos vive ahora en Montreal. Con su sueldo tiene una vida decente, digna y feliz. Casado con una canadiense, con hijos sanos y libres.

Con su sueldo puede comprar mucho más que un miserable cartón de huevos.


 

No me canso de darle gracias a Dios por la democracia y a Adam Smith por el capitalismo. 1776 fue un buen año para la libertad.

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