No les he contado que yo, de niño, soñaba con ser guagüero. Así le llaman en la isla cautiva a los choferes de autobuses. No quería manejar uno de esos de lujo que recorren grandes distancias entre ciudades. No. Mi ilusión era conducir uno urbano, como los Leyland de los que hablo en Se acabó…
Luego la vida me puso de historiador —suerte que tengo— y al final me hizo zapatero, a mí, que no me gustan los zapatos. Si lo de historiador fue un asunto voluntario, bueno, casi voluntario, pues mi primera intención fue irme a estudiar Ingeniería Civil detrás de una rubia que creo se llamaba Ana Magdalena o algo parecido.
Así era uno de maduro.
Gracias a mi profesora Virginia, que me dijo que con mi promedio solo podía optar por Historia. E Historia hice.
Lo de zapatero sí que no fue voluntario. Se lo debo, en primer lugar, al Orate en Jefe, gracias al cual —de tanto asfixiarnos— tuve que dejar mi hogar y lanzarme a la maroma por el mundo. Luego llegó la Junta de Barrigones, y pasó tanto tiempo —y eché tantas raíces en mi nuevo lugar— que ya no habrá vuelta atrás.
Así que, de estudiar Historia, tuve que empezar mi propia historia. Y no fue que me sentara a pensar qué quería hacer. Cuando uno está durmiendo en la calle —que lo hice— no puede ponerse muy delicado a la hora de buscar cómo ganarse la chuleta. Beggars can’t be choosers, dicen los americanos.
Por circunstancias de la vida, o suerte, o decisión divina —usted elija—, se me presentó la oportunidad de vender zapatos. Pues a venderlos. A mí, que no me gustan los zapatos.
A decir verdad, hubiera vendido, limpiado, arreglado lo que fuera. Y aquí sigo, treinta años después. De vender docenas pasé a miles y, a veces, a decenas de miles. Trabajo que me costó, ¡eh!
En una de esas vendutas, en un país del sur, me encontraba una vez en la oficina de un general: bajito, inteligente y lleno de estrellas. Estaba a punto de entregarle, creo, doce mil pares de botas. Hermosas.
Conversábamos sobre otros temas —lo que me encanta—, compartiendo el café, y de la nada me dice:
—Cómo ves, Omar, ¿y si en vez de entregarme doce mil pares me entregas once mil novecientos noventa y nueve?
—No le entiendo, mi general.
—Quédese usted con un par.
—Pero si zapatos puedo tener los que quiera, mi general.
—No lo parece, señor.
Y, mirándome a los ojos, señaló con su dedito anillado hacia uno de mis zapatos, en los que terminaba mi pierna cruzada.
Tras un segundo de confusión, enseguida entendí el directo mensaje. Había un veterano hoyo, más bien un surco, cavado en la suela de mis cansados botines.
Ya les dije: nunca quise ser zapatero. Nunca me han gustado los zapatos.
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