Hay personajes en la historia que, por mucho daño que hayan hecho, han evitado la mala fama, el mal nombre, en una gran parte de la humanidad. Compare usted a Stalin con Hitler, iguales de malignos, pero recordados de manera desigual. O Pinochet con Castro, ya saben a lo que me refiero.
Hay otros, como el propio Pinochet, que cometieron actos deleznables entre otros muchos inocuos. En el caso cubano, ejemplos de este grupo tenemos a Machado, a Batista, y si nos vamos más atrás nos encontraremos hasta con un genocida, Valeriano Weyler.
Sí, Weyler, el de la "reconcentración". Fue capitán general de la isla en medio de la segunda guerra de Independencia. Llegó a Cuba en febrero de 1896, con una intachable carrera militar y política a cuestas. La isla era un matadero de españoles a base de machetazos o enfermedades.
Los mambises, como se conocía a los insurrectos independentistas, ni ganaban ni eran derrotados. Habían hecho lo que les había dado la gana con Martínez Campos, un capitán general perfecto para tiempos de paz, pero incapaz en los de guerra.
Para cortar los suministros a los alzados, el pequeño Weyler —dicen que medía metro y medio de altura— decidió concentrar a todos los habitantes de las zonas rurales en la ciudad o pueblo más cercano. Dejar los campos vacíos.
Al cabo que desde diciembre de 1895, Máximo Gómez aplicaba la llamada Tea Incendiaria a trocha y mocha, quemando los campos de Cuba. Así que el pequeño mallorquín llenó los pueblos de infelices familias campesinas.
Y sucedió lo que tenía que suceder, llegaron el hambre y las enfermedades a carcomer a los allí apresados. La cantidad exacta, o incluso aproximada, de los prisioneros y de los que murieron es imposible de calcular.
La reconcentración de Weyler fue objeto de una de las primeras campañas de exageración de la prensa norteamericana que alebrestó a la opinión pública norteamericana contra España. Hasta medio millón de muertos, se dijo entonces.
Las imágenes de cubanos escuálidos, verdaderos esqueletos que apenas se podían sostener, reconcentrados en esos campos infames, recorrieron el mundo y estremecieron las conciencias.
Duele decir que la inhumana táctica del general, junto con las trochas con las que dividió a la isla, fueron efectivas. Unos meses después de regresar a España tras el asesinato de Cánovas del Castillo, las tropas españolas dieron de baja al hasta entonces indomable Antonio Maceo.
Su despiadada, pero efectiva para su bando, actuación en Cuba definió su definición en la historia. Pasó a esta como un hijo de puta consumado, criminal y genocida.
Esto sería solo en la historia, pues su carrera continuó con éxito en España, donde fue ministro de Marina, de Guerra y jefe del Estado Mayor del Ejército varias veces. Murió con noventa y dos años.
Y me acordé de Weyler hace unos días cuando me enseñaron un video de una madre cubana con tres hijos escuálidos. Cargando a uno de ellos, una criatura esquelética, indefensa. La imagen viva del hambre y la miseria en que esa Junta Militar de Barrigones tiene sumidos a sus cautivos.
Y ese video, esa imagen, no la veo en ningún periódico, en ningún noticiero. No la veo.
Les decía el otro día que los cubanos estamos solos. Durante sesenta y seis años, el Orador Orate y su lunático secuaz argentino hicieron sus propios campos de concentración y se salieron con la suya. Los campesinos del Escambray trasladados al extremo occidental de la isla, a Sandino, las UMAP, las escuelas en el campo, el trabajo forzado en los presidios. Y se salieron con la suya.
Hoy, estos Barrigones indecentes se pavonean entre el estercolero del mundo, con Putin, Xi, Claudia y compañía, mendigando sobras y limosnas para seguir manteniendo el inmenso campo de concentración en que convirtieron a la otrora próspera república de Cuba.
Sesenta y seis años y contando, el retaco de Valeriano solo estuvo en Cuba poco más de un año, y no veo que el Orate y sus herederos Panzones tengan una reputación como la de Weyler.
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