Si usted, como yo, nació o creció en la Cuba cautiva o en algún otro de los países infectados con su comunismo totalitario, sabrá que cada vez que alguno de sus malos gobernantes salía a decir algo sobre el “pueblo”, su “pueblo”, era para joderlo a usted.
Que si confiaban en el pueblo, que si el pueblo confiaba en ellos. Que el “pueblo sacrificado”, “el pueblo combativo”, que “el pueblo unido jamás será vencido”. Desde el momento en que a usted lo condenaron a ser “pueblo”, desde ese momento, usted ya estaba vencido.
Ah, y de “pueblo” derivaron luego a “población”. Peor aún, masa sin derechos, pero llena de deberes.
Cuando mis antepasados le entregaron, el 1º de enero de 1959, su destino —y, por carambola, el mío—, al Orador Orate, ellos eran todavía ciudadanos de una república. Una república defectuosa, eso sí. Como todas las demás, pero era una república.
Eran ciudadanos, y si bien Batista, socialista arrepentido, les había arrebatado una parte de sus derechos políticos, tenían derecho a la propiedad privada, al libre movimiento, a la libre empresa y a cagarse en la madre del "dictador de medio tiempo", como lo definió Carlos Alberto Montaner.
Como ya lo debe haber leído en Se acabó... —y si no lo ha hecho, pare aquí y cómprelo, que trabajo me costó—, mis antepasados vivían en un país en el que, si usted trabajaba, podía comer y beber. La electricidad le llegaba a su casa o a su negocio, los teléfonos funcionaban y los autobuses pasaban a su hora.
Pero ellos querían un cambio. Es que esa electricidad que no faltaba la producía un monopolio gringo, esas llamadas eran conectadas por otro de la misma calaña y aquellos autobuses que poco fallaban pertenecían a una empresa dirigida por un gringo. Y eso no lo podían tolerar los ciudadanos de aquella república.
No importaba que esas empresas dieran empleo a miles de cubanos y que sirvieran a millones de ellos. Que esa electricidad y esos teléfonos tuvieran de clientes a miles de empresas propiedad de cubanos, que daban empleo a centenares de miles de cubanos.
Cuando las emociones dominan la razón, tanto en una persona como en un país, muchas cosas pueden salir mal. En el caso de Cuba, ya sabemos lo que pasó.
El Orate, casi desde el primer día, los empezó a llamar “pueblo”, mientras que un día sí y otro también les iba recortando su condición de ciudadanos. Decía que ¿elecciones para qué?, ¿armas para qué? Las primeras hubieran servido para echarlo cuando empezó a destruir a la nación, y, si no se podía, con las segundas podrían haber buscado lo mismo.
Pero no, ni elecciones ni armas. Él se quedó con todo, hasta con las empresas que proveían electricidad, servicio telefónico y transporte. Con los centrales azucareros, las fábricas de cemento, de neumáticos. Se quedó con las de cerveza, con las de mantequilla y hasta con las peluquerías. Se quedó con todo.
Hoy, los cautivos viven en apagón, sus celulares tienen que ser recargados desde el extranjero y se transportan en cacharros rodantes, si bien les va, o en carretones, o a pie, como los encontró Colón. Hoy, la cautiva tiene que importar azúcar, el cemento llega desde Miami, no se fabrican neumáticos —búsquenme en YouTube con ErnestoMiami—, ni mantequilla, y la poca cerveza que producen se la venden en dólares.
Los que antes fueron ciudadanos y hoy son pueblo no tienen derechos plenos a la propiedad individual, mucho menos a la privada. No son libres de moverse de un lugar a otro de la improductiva isla. Como él les decía, son pueblo uniformado. Uniformado de miseria y sumisión.
Por eso no me gusta la palabra “pueblo”.
Gracias a Dios, y luego de pasar "más trabajo que un forro e catre", vivo como un ciudadano. Ironías del destino, la electricidad que me alumbra la genera un monopolio gringo y el teléfono que porto lo tengo contratado a un casi monopolio gringo. Y el servicio nunca falla. Eso es lo importante.
Ironías del destino, el preámbulo de la Constitución del país que me cobija como ciudadano, en el más estricto sentido civil, no me refiero al migratorio, empieza con: We the People... Del carajo.
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