martes, 5 de agosto de 2025

No hay dictador bueno

 

AFP

Por cuestiones de mi trabajo tengo que viajar con frecuencia. No a Lucerna o a Estocolmo. La mayor parte de mis viajes son a sitios como Valdivia, en Chile, o Al Jazeera al Hamra, en Dubái. Sitios industriales, bastos y feos.

Y en estos lugares, así como en mi entorno en la Florida y en México, durante años mucha gente me ha compartido opiniones favorables de Nayib Bukele, el presidente de El Salvador que hace unos días se convirtió, por ley, en el dictador de esa pequeña nación.

Hay que reconocerle que, cuando llegó a la presidencia, aquella república era un matadero humano. Se necesitaban medidas drásticas para meter en cintura a las maras pandilleras que controlaban la nación.

Pero para mí un gobierno exitoso no significa que deba ser un gobierno eterno. Eso nunca termina bien. Dos mil doscientos años de civilización occidental lo demuestran, aunque repetidamente la humanidad —nosotros— olvida el pasado y no aprende de sus lecciones.

Bukele fue alcalde, primero de Nuevo Cuscatlán —casi un suburbio de San Salvador— y luego de esa capital. No lo hizo como representante de la derecha de su país, sino como miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la versión fracasada de los sandinistas en Nicaragua.

Es decir, Bukele pertenecía a la organización “revolucionaria” que durante años intentó instaurar una “dictadura del proletariado” en El Salvador. La de Roque Dalton, la financiada y apoyada —con fervor— por nuestro conocido Orador Orate.

Llegó a la presidencia en junio de 2019, peleando tanto con los izquierdistas del FMLN como con los derechistas de ARENA. La ganó bien ganada, con mayoría absoluta, como AMLO en México un año antes.

Al igual que AMLO —dicen— pactó con los delincuentes para bajar los índices de violencia, en su caso con la mara MS-13. Con eso y con su Plan de Control Territorial pacificó el país. AMLO, al contrario, dejó un narco-Estado dictatorial al final de su gestión oficial.

Bukele metió a la cárcel a miles de pandilleros y delincuentes. Como los superarrastreros pesqueros que les conté hace poco, atrapó a muchos malos, pero también a algunos inocentes. Llenó las cárceles, pero eso no lo detuvo: construyó nuevas para seguir llenándolas.

Y así, hace unos días, Bukele fue ungido con poderes dictatoriales, reelegible indefinidamente. Como su vecino Daniel Ortega, pero en versión cool.

Muchos en mi entorno ven esto como algo positivo. Yo no.

Hoy el tipo sigue siendo efectivo en la seguridad pública de El Salvador, es aliado de Trump y relativamente popular entre sus gobernados. A mí, su parafernalia estética y populismo millennial me genera rechazo. No sé, tiene algo.

Hoy Bukele es popular, mediático, efectivo. Así lo fueron el Orate, Trujillo, Somoza, Duvalier y otros. El pobre Pinochet nunca lo fue; hasta el nombre iba en su contra.

Recordemos el legado que dejaron en sus respectivos países: Cuba y Haití, dos Estados fallidos; Nicaragua, una dictadura asesina. República Dominicana salvó su destino, y Chile sigue resistiendo —hasta ahora— los embates del comunismo.

No celebremos a otra democracia perdida. Claudia y Petro observan extasiados.

Hace cien años la democracia iba en retirada, y miren cómo terminó el mundo. No aprendemos.

No hay dictador bueno.

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