Hace unos días les conté sobre la humillación que sufrió el Orate en octubre de 1983 en la isla de Granada. También les dije de la venganza que poco después planificó. Venganza que, como en octubre de 1962, cuando le rogó a Krushchev que lanzara a Estados Unidos los misiles nucleares instalados en Cuba, hubiera costado millones de vidas inocentes.
En ese octubre de 1983, el presidente Reagan ordenó una invasión a la isla de Granada, donde el golpista Maurice Bishop había sido asesinado por su también golpista, compañero y marxista decidido, Bernard Coard.
El Orate le había metido a setecientos paramilitares cubanos a construir una larga pista adaptada para recibir bombarderos estratégicos soviéticos, al menos de eso lo acusaba Reagan. Sabedor de que la invasión era inminente, envió a un coronel con la orden de resistir hasta la última bala y el último hombre.
Incluso ordenó retirar el buque Vietnam Heroico, vacío, que estaba atracado en Granada. Algo así como quemar las naves de Hernán Cortés. Que se queden a pelear la "guerra de todo el pueblo".
Se jugaba su prestigio. Siempre le gustó, y era hábil para lograrlo, colocarse en una situación de ganar ganar. Si los americanos invadían y no atacaban al contingente cubano, él saldría victorioso con un "no se atrevieron". Si los cubanos luchaban hasta la última bala y hombre, él se vanagloriaría de la valentía de sus mártires contra un enemigo que los superaba en fuerza.
Ganar o ganar, pero perdió.
Los cubanos se rindieron luego de pocas balas. Unos corrieron a refugiarse a la embajada soviética, otros se rindieron y el resto, la mayoría, fueron hechos prisioneros. En Cuba, sin embargo, se dijo públicamente que se habían inmolado envueltos en la bandera patria. Como los niños de Chapultepec mexicanos. Otra mentira.
Menos de un mes después, los gringos devolvieron a los casi setecientos cubanos. Bien alimentados y cargando sus equipajes llenos de productos que escaseaban en el paraíso socialista del Orate.
Humillado, su prestigio de invencibilidad deshecho.
Él siempre fue muy vengativo. "Ojo por ojo, diente por diente", así dijo.
El 15 de noviembre de 1983, una semana después de que los que no murieron por su honor fueron devueltos desde Granada, el rencoroso convocó una vez más al piloto Rafael del Pino, el mismo que dirigió la escuadrilla de Mig-21 que aterrorizó a Santo Domingo en septiembre de 1977.
Sin tomar nota de las seguras consecuencias de su venganza, el dictador barbudo le ordenó al general Del Pino preparar un plan para bombardear la base aérea de Homestead en el sur de la Florida.
El piloto la había visitado en 1968 para recoger un Mig-17 en el que uno de sus pilotos había escapado a la libertad. En aquella ocasión, el An-24, con matrícula civil, en el que llegaron, iba equipado con cámaras escondidas para fotografiar las instalaciones.
También le entregó al piloto nuevas fotos y videos recientemente tomados por los espías que el Orate tenía en Miami. Los Barrigones de ahora también tienen espías, y muchos.
Unos días después, regresó Del Pino con un plan para bombardear la base de la Fuerza Aérea de Homestead con un escuadrón de doce modernos Mig-23, mientras otras dos escuadras de Mig-21 bombardearían la base aérea MacDill, en Tampa, y la de Boca Chica, en Key West.
Un nuevo Pearl Harbor, pues.
Cuando Del Pino le estaba explicando el alocado plan al alocado Orate, le mencionó tangencialmente que llegar a la base de Homestead era muy sencillo, puesto que se guiarían por la voluminosa estructura de la central nuclear de Turkey Point.
El Orate, al escuchar "nuclear", paró en seco. "Pérate, pérate, chico, ¿qué tú dijiste?".
¿Para qué bombardear unos cuantos aviones F-16 enemigos si podía pulverizar un reactor nuclear y provocar un armagedón atómico en el corazón de ese enemigo?
"¿No lo entienden, compañeros? ¡Imagínense! Si atacamos la planta, la destrucción nuclear en el sur de la Florida será devastadora. Así, esos hijos de puta nunca nos olvidarán, sin mencionar que así nos libraremos de todos esos gusanos contrarrevolucionarios de Miami".
Su ego, su narcisismo, su locura. Por suerte —para todos—, no se atrevió. Además de loco, siempre fue cobarde.
No le importaba asesinar a millones de personas con tal de ser recordado por la historia.
Lo logró. Será recordado por haber destruido toda una nación, material y culturalmente. Los efectos sobre Cuba fueron peores que los de un hongo atómico. Convirtió a la una vez próspera isla en un páramo miserable habitado por un "pueblo" desamparado.
Pasó a la historia, el muy hijo de puta.
Nota: Parte de la información para este post la extraje del libro de Rafael del Pino Inside Castro's Bunker (2012).
No hay comentarios:
Publicar un comentario