jueves, 12 de junio de 2025

El cocido y el remilgado


Pasé uno de los mejores años de mi vida en Madrid, bueno, en España. Ese año empezó en septiembre de 1995. Y no lo digo porque escapar de la isla cautiva fuera razón suficiente para esta afirmación. Antes había viajado a Estados Unidos y México, pero dos veces regresé a la cautiva por estar cautivado con mi bella hija.

En España hice amigos eternos, encontré a la otra mitad de mi familia, comí rico y viajé mucho. Intenté establecerme, pero no tengo alma o fibra de inmigrante ilegal, y al final tuve que correr para donde sí nos reconocían a los cubanos. Tiempos pasados.

Estando en Madrid, recibí la sorpresiva y grata visita de mi único hermano carnal, que hermanos de la vida tengo varios. Él había escapado un año antes, en una odisea digna de un libro.

No creo que completara ya dos años de su partida cuando pudo ir a visitarme a la capital española. Qué maravilla el capitalismo: trabajas, ganas y vives.

Su visita para mí era un calzo espiritual: ya había decidido no regresar al hato habanero y por entonces eso significaba que la gente del Orador Orate no me dejaría entrar a ver a mi hija y a mis padres por un largo tiempo. Además de que confiscarían mi casa, por la que tanto trabajé.

Fue una visita divertida. El hombre llegó con humos de chulo, con aires de grandeza. Un rato en Miami y ya miraba desde arriba las peculiaridades de Europa.

Que si por qué no pavimentan los senderos del parque del Retiro. Mi respuesta fue: hombre, también deberían poner ardillas de Animatronic, como en Disney. Cosas por el estilo.

La comida era otra aventura. Que si el colesterol, la grasa, los carbohidratos, la carne roja. Ante esto, yo, que no necesito que me den impulso, coordiné con mi amigo Luis Miguel, otro hermano que tengo, para llevar al carnal a comer un cocido gallego en el Pereira, restaurante de buen comer con el apellido de mi abuela, muy cerca del Sixto, con apellido de mi abuelo.

 


A estos sitios solo íbamos cuando cobrábamos la mesada; el resto del mes era comer en casa o un bocata salvador. La idea era emboscar al visitante y poner sobre la mesa un cocido con extras de tocino y pellejo, previa coordinación con el cocinero. Unos pelos del cerdito aún pegados a la piel le darían el toque final.

Llegamos a la mesa, vino y manjar hirsuto enfrente. Había que ver la cara del hermano al ver aquella carnicería que él consideraba incomible, tras la afirmación de Luis Miguel de que en España es de muy mala educación hacerle el feo a un plato. Mi hermano siempre ha sido muy educado y respetuoso. Resultado: el pobre hombre se lo comió todo. Aún cargo con la culpa.

Creo que nunca más comió cerdo. ¿Lo habré llevado a convertirse en musulmán? No sé, ya no lo veo.



Ahora me dieron ganas de comer cocido. Qué cosas.

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