sábado, 20 de septiembre de 2025

El mojón diplomático

 

Foto: Casas-Cuba.org

Tengo un amigo, Alejandro, al que hace muchos años no veo, pero que considero amigo, a pesar de que trabaja en la acera de enfrente de mis coordenadas políticas. Es un tipo muy inteligente, además de muy simpático y jodedor.

No todos los comunistas son tan pesados y antipáticos como los Barrigones 1 y 2.

Las historias de Alejandro dan para hacer un libro. Si Álvarez Guedes contaba chistes inventados o de terceras personas, Alejandro relata sus propias vivencias. Tanto en el contenido como en la forma de contarlas, te desternillas de la risa.

Ayer, en la sobremesa, espacio bendecido de convivencia, recordábamos a Alejandro por una de sus historias más escatológicas. Son muchas, que conste.

Hace ya más de treinta años, la primera vez que Alejandro fue a casa de su nueva novia —amiga mía también— a conocer a sus suegros, arribó con porte solemne. Serio, formal. Ya saben, la primera impresión y esas cosas que en estos casos importan.

Mucho gusto, Alejandro. Señora, mucho gusto. Pasa, hijo, pasa. El almuerzo está casi listo.

Hasta ahí todo bien.

A Alejandro, como le sucedía con frecuencia, el olor a comida le movió el estómago. Algo así como desocupar espacio para que haya más espacio para la comida. Le dieron ganas de cagar.

Era la primera vez en aquella casa, con aquella familia. No sería diplomático que el primer acto que ejecutara en la morada fuera el de ir a cagarles el baño.

—Señora, ¿dónde está el baño? Me gustaría lavarme las manos antes de almorzar.

—Qué muchacho tan decente —dijo la suegra—, y limpio. Ay, hija —casi suspiró—, encontraste uno bueno, no como el anterior.

Alejandro, con el torpedo aprestándose a salir, caminó hasta el baño apretando el orificio de lanzamiento. Cerró la puerta, se sentó y aquello salió, de manera insonora para su alivio. Misión cumplida, a comer.

Después de ejecutada la respectiva limpieza con alguna hoja del diario Granma, a la usanza de la época, se levantó y, como es de esperar, miró hacia el objeto que hasta momentos antes lo acompañaba dentro de su cuerpo.

Como él mismo me contó, era magnífico, una obra de arte, un portento del cuerpo humano. Bien formado, torneado, superficie lisa y textura concreta. Un poste, un torpedo, como les dije. “Soy el mejor”, me dijo que pensó.

Tiró de la cadena, mientras pensaba: “Adiós, amigo”.

No había terminado de pensar esa despedida cuando, para su horror, el halar la cadena no produjo ese ruido de agua corriendo que todos conocemos. Nada, absolutamente nada. Solo el sonido de los metales de la plomería.

Dentro del inodoro, el que hasta unos segundos antes era su orgullo ahora permanecía impávido como motivo de su vergüenza.

Momentos de terror, pero, como les dije, Alejandro es un tipo muy inteligente, de mente ágil. Su cerebro, como una computadora aeroespacial, analizó múltiples opciones para deshacerse de la olorosa evidencia.

Primero revisó si en el baño había alguna cubeta con agua, pues en muchas casas de la cautiva la única forma de descargar el inodoro era arrojándole un cubo de agua. No había nada. Luego pensó en empujarla por el fondo del inodoro, quitarlo al menos de la vista pública. Solución impráctica que arruinaría sus manos.

Lo podría envolver en el citado periódico y sacarlo a la calle. Pero dejaría un rastro olfativo, gotearía el piso o se encontraría con algún miembro de la familia en el camino a la puerta. Misión imposible.

De repente, se percató de que el baño tenía en lo alto una pequeña ventana. Esa sería la puerta de escape del obús aprisionado en el retrete. Como felino lo tomó con una mano y lo arrojó al exterior. Con el escaso goteo de agua que salía de la llave del lavamanos se limpió los restos y al fin salió de la infausta habitación.

Sudaba, pero estaba feliz, victorioso.

Fue a la sala, no había nadie; pasó al comedor, vacío; a la cocina, solo estaban allí los enseres y las cazuelas humeantes del almuerzo próximo a ser servido. Escuchó un murmullo por la puerta que daba al patio y avanzó en busca de la familia.

Allí estaban, reunidos en círculo, como los integrantes de un equipo de fútbol planificando la próxima jugada. Un círculo apretado. Todos con la vista fija en el piso.

Alejandro, un tipo muy inteligente, dudó fracciones de segundos sobre qué hacían allí su novia, su cuñada y sus suegros. Hasta que enseguida vio en lo alto una pequeña ventana.

Justo en ese momento el círculo se abrió un poco, dejando ver, descansando en el piso —intacto, eso sí— a su compañero de tragedia, al proyectil atrapado.

El padre de la novia, su suegro, giró la cabeza, lo miró a los ojos y le preguntó:

—¿Esto es tuyo?

Alejandro, creo, sigue felizmente casado después de treinta años. Qué lástima que juegue para el equipo contrario, porque lo extraño.

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