Encuentro en estos días, en muchos lugares, la palabra “genocidio”. Siempre relacionada con Israel y Gaza: los primeros, culpables; los segundos, víctimas. Ya les he comentado mi opinión sobre el tema. Pero el verdadero genocidio está ante nuestros ojos: en esa isla cautiva donde esa Junta de Barrigones desgobierna todo con desdén hacia sus cautivos.
Sus vidas no importan, sus existencias son fútiles.
Reproduzco un artículo de Jorge Luis León, historiador, ensayista y ajedrecista, que está en el frente de batalla. Lo publicó en la página Periódico Cubano.
Cuba: la destrucción premeditada de un pueblo
La Isla es hoy una fosa común en cámara lenta
Basta de eufemismos, de tecnicismos estériles, de análisis tibios. Lo que está ocurriendo en Cuba no puede llamarse de otro modo: es un crimen de lesa humanidad, silencioso, sistemático, cotidiano y consentido.
No es la palabra exagerada de un exiliado apasionado, ni el desahogo emocional de un testigo dolido. Es la constatación escalofriante de una realidad que, aunque oculta por la propaganda del régimen, se filtra a través de cada lágrima de una madre, de cada anciano que escarba entre los basureros, de cada joven que se lanza al mar sin saber si verá el amanecer.
Hace apenas unos días, murió una tía de mi esposa. No de cáncer terminal ni de un accidente inesperado. Murió porque no había medicamentos. Porque el sistema sanitario está en ruinas. Porque no hay ambulancias, no hay atención, no hay oxígeno, no hay respeto por la vida. Porque todas las funerarias estaban llenas. Colapsadas. La muerte hace cola en Cuba. La muerte es un trámite burocrático más.
Los cementerios no dan abasto. Los hospitales son casas del espanto. Las farmacias, vitrinas vacías. En medio de una isla tropical, el agua potable es un lujo y la electricidad es intermitente. La escasez ya no es crisis: es normalidad. La dictadura no reacciona porque ese es su plan: dejar morir, desgastar, eliminar.
En Cuba, el objetivo es aniquilar moral y físicamente a la ciudadanía que no se somete. No con cámaras de gas, sino con hambre, desatención médica, represión y desesperanza.
¿Acaso no es un crimen cuando un niño con asma muere porque no hay salbutamol? ¿No lo es cuando los adultos mayores se desvanecen en las calles sin comida ni techo? ¿No lo es cuando el sistema impide que sobrevivas si no te sometes, si no aplaudes, si no mientes? Cuba es hoy una fosa común en cámara lenta.
La esperanza de vida está en retroceso. La Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) omitió los datos de mortalidad durante la pandemia. Se calcula que más de 30 000 personas murieron por COVID-19 sin atención adecuada.
La mortalidad infantil está maquillada. Las tasas que se publican no incluyen los nacidos muertos, los neonatos fallecidos en el hogar por falta de transporte médico o aquellos a quienes ni siquiera se les permitió nacer por falta de condiciones básicas.
La desnutrición es severa. Según la ONU, el 70 % de los hogares cubanos presenta inseguridad alimentaria. El éxodo no tiene precedentes: más de 600 000 cubanos salieron del país entre 2022 y 2024, huyendo del hambre por rutas de altísimo riesgo. Equivale al 5 % de la población en menos de dos años.
El régimen ha institucionalizado la mentira como política. La palabra “bloqueo” se ha convertido en su excusa fetiche. Pero la verdad es otra: los productos básicos —arroz, leche, aceite— no están disponibles en pesos cubanos. Solo se consiguen en tiendas en dólares, inaccesibles para quienes viven con pensiones de 1.500 pesos cubanos, apenas 5 USD al mes.
El sistema sanitario recibe donaciones millonarias de ONGs y gobiernos extranjeros, pero los hospitales siguen sin jeringas ni antibióticos. ¿A dónde va el dinero? Al turismo para extranjeros, a la propaganda, a la represión. El poder se alimenta del saqueo, de la sumisión, de una pobreza diseñada. Mientras los líderes del Partido Comunista viajan, comen en restaurantes de lujo y se atienden en clínicas privadas, el pueblo muere en silencio.
Y no solo el régimen es culpable. Hay cómplices externos e internos. Los que gritan “¡Viva Fidel!” desde Miami, mientras comen en cadenas norteamericanas. Hipócritas. Los artistas e intelectuales que callan, que prefieren la beca a la verdad. Los gobiernos de América Latina que aplauden al régimen mientras condenan otras dictaduras. Lula, Petro, López Obrador… todos han sido partícipes del encubrimiento. También los organismos internacionales que miran hacia otro lado, por conveniencia o cobardía.
Lo que ocurre en Cuba no es un error de sistema, no es un “mal momento”; es una maquinaria criminal que ya no necesita fusilar, porque mata de hambre, de tristeza, de abandono. La comunidad internacional tiene la obligación moral de nombrarlo como es: un crimen social, económico y moral.
El exilio cubano, lejos de ser traidor, ha sido sostén. Ha sido pan, ha sido medicina, ha sido salvación. Pero no puede seguir solo. Cuba necesita algo más que ayuda: necesita justicia. Necesita que los responsables sean señalados. Que los crímenes sean juzgados. Que el pueblo se levante, y que el mundo escuche.
Porque cada silencio es complicidad. Cada aplauso a la revolución es un disparo contra la dignidad humana. Cada excusa es una lápida más. ¡Crimen de lesa humanidad! Y es hora de decirlo sin miedo. Por los que murieron, por los que sobreviven, y por los que aún sueñan con una Cuba libre.
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