domingo, 10 de agosto de 2025

Bogotá y La Habana, un padre, un hijo y un libro

 

Estoy en Bogotá… bueno, no en Bogotá en sí: estoy en La Candelaria, su centro histórico. Cosas de trabajo. A seis cuadras de mi apartamento rentado está el centro de gobierno de esta capital y de este país. Es mi primera vez aquí… Quizás no tanto: conozco a tantos colombianos en Miami que aquí me siento un rolo, como en Medellín me sentiré paisa.

Al fin y al cabo, soy un costeño; no de Cartagena, de La Habana. A ambas Bautista Antonelli les construyó sus hoy bellas fortalezas. En aquel siglo XVI no eran bellas: solo eran caras y efectivas. De eso trata mi tercer libro.

En aquel entonces, Bogotá no era nada; esto era un valle rodeado de bellas montañas y el mejor clima del mundo. Si a usted le gusta el frío —templado, no el frío escandinavo—, frío sabrosón, Bogotá es el lugar. Me encanta.

La Candelaria es un pueblo de casas viejas, calles angostas y empedradas. Las hay ruinosas y restauradas, al igual que sus calles empedradas: unas hermosas y otras muy jodidas. Ah, y la basura. Pero dice un dicho mexicano: donde llegues, haz lo que vieres.

En resumen, me gusta La Candelaria. Mañana conoceré la otra Bogotá: la industrial, la política y la militar. Esa me gusta menos.

Pero hoy pasé el día en La Candelaria, la Habana Vieja bogotana.

Fui a conocer a algunos personajes que conoceré oficialmente mañana. Los vi en la plaza donde está el Palacio de Justicia, asaltado por el M-19 en noviembre de 1985, y el palacio de gobierno donde Gustavo Petro desvaría y varía hacia la dictadura.

Una plaza que conozco desde hace treinta y cinco años, pero que hasta ahora pude visitar. Tenía yo dieciséis años cuando el M-19 ejecutó su acto terrorista. Eran una guerrilla urbana apoyada por el Orador Orate.

Para darse a conocer, en 1974 robaron una espada que perteneció a Simón Bolívar.

El Orate, para darse a conocer, en 1947 se robó la campana del ingenio La Demajagua, desde donde se inició la guerra de independencia de Cuba el 10 de octubre de 1868.

Al año siguiente de robarse la campana, el Orate andaba caminando estas mismas calles por las que ando yo hoy. Yo vine a trabajar y, de paso, a conocer; él vino de revoltoso.

Lean sobre el Bogotazo de abril de 1948. Ayer caminé esas mismas calles y esa plaza. En vez de la Marcha del Silencio, donde estuvo el Orate, presencié una de cristianos. La del silencio terminó en motín; la de ayer, en canciones a Cristo y alabanzas a la paz… y a Israel. Me dio mucho gusto.

Terminando mi faena, me puse en plan de caminante. De regreso al hotel —no había dormido la noche anterior—, mi cliente me pagó el boleto aéreo, qué bueno. Pero pagó el más jodido de los itinerarios. Gajes del oficio.

Bueno, terminé de trabajar, me pasé un pequeño museo militar haciendo lo que me gusta y otras cosas con las que no los aburro ahora. Entonces empecé a subir de nuevo la cuesta hacia mi guarida. Resultó una versión comprimida del viaje de Odiseo, extraño a Homero.

Sucedieron muchas cosas, entre ellas encontrarme a un tipo que dice que me vendió obleas , producto típico de la ciudad, dicen que delicioso, nada menos que a Mick Jagger.

Subiendo la loma, sorteando llamas fotográficas y tentadores puestos de maíz asado al carbón —unos buenos, otros trampas para turistas—, me encontré con una casa, media humilde, esquinera, pedestre. En un costado tenía una tarja:

"Aquí tuvo su despacho oficial en 1789 y celebró saraos y recepciones el virrey don José de Espeleta antes de trasladarse a su palacio en la Plaza Mayor".

 

Qué sorpresas te da la casualidad. Espeleta fue un destacado militar español que, junto a Bernardo de Gálvez y otros, colaboró con la guerra de independencia de Estados Unidos. Dirigidas por él, sus tropas conquistaron Mobile y Pensacola a los ingleses.

Nació en Barcelona, pero hizo su familia en La Habana. Nada menos que diez hijos.

Entre esos hijos estuvo Joaquín de Espeleta y Enrile, quien nació en La Habana en 1788. Su padre era capitán general desde 1785. Al año siguiente de su nacimiento, toda la familia se mudó a Bogotá: a su padre, con el grado ya de mariscal de campo, lo habían designado virrey de Nueva Granada.

Y llegó a vivir a esa modesta casa, muy diferente al palacio que dejó en construcción en La Habana, hoy Museo de la Ciudad. A Santa Fe de Bogotá llegó a vivir en esa esquina, cuesta arriba de la Plaza Mayor.

Y es que el palacio virreinal, bastante viejo y austero, se había quemado hasta los cimientos en mayo de 1786. Como aquel sistema imperial era muy burocrático, todavía no se terminaba el nuevo.

El padre de Joaquín gobernó esta hermosa región hasta 1797. Ni en La Habana ni en Bogotá pudo vivir en un palacio.

En esa modesta vivienda, el capitán general organizaba regularmente esos saraos mencionados en la tarja. Invitaba a la aristocracia criolla y peninsular, incluso a Antonio Nariño, quien, a pesar de la amistad con Espeleta, secretamente publicó en 1795 la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, lo cual, como es lógico, lo encabronó bastante.

En esa casa creció su hijo Joaquín con sus hermanas y hermanos. Como ellos, hizo carrera militar, honorable y con coraje. Incluso compartió prisión con su padre durante la ocupación francesa de España. No regresaron a la península hasta 1814.

Y todo esto les cuento porque Joaquín, como su padre, también llegó a ser capitán general de Cuba. Llegó a La Habana en abril de 1837 como segundo cabo de Miguel Tacón, y este estaba sumergido en una batalla campal con el superintendente de Hacienda en Cuba, el conde de Villanueva.

Un peninsular contra un criollo, y ganó este último. Espeleta fue ascendido y trabajó en conjunto con el victorioso conde.

De eso trata mi nuevo libro El tren de los egos: del inicio de la división entre Cuba y España.

América en ese entonces se dividía a sí misma. 

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