miércoles, 30 de abril de 2025

Los cubanos y las vacas

 


 

Mucha gente, o casi toda, fuera de Cuba no sabe de la complicada relación entre los cubanos, mejor dicho, “el pueblo cubano”, y la carne de res. Cuando Fidel Castro se hizo dueño de los destinos de Cuba, en enero de 1959, según las estadísticas oficiales, pastaban en la isla seis millones de vacas, toros y sus semejantes. La misma cantidad de cubanos que la habitaban.

Un cliché tradicional era el individuo que a las seis de la tarde salía de su cuartería, recién bañando, camiseta sin mangas, pecho entalcado y palillo entre los dientes, se recostaba al poste de la esquina y decía: comí bistec. Señal de éxito. O mi tío Juan Alfonso, a quien los “libertadores” le quitaron casi todo lo material en su vida, y lo aceptó resignado en nombre de su amor a la familia. Religiosamente, antes de la “liberación”, diariamente cenaba un bistec palomilla con papas fritas y una muy fría Hatuey.

Pues bien, cuando el gran líder se vio obligado a poner su atención a la economía que se hundía, y quitarla de las manos de su colega argentino, una de sus genialidades, que así se lo creía, fue ejecutar una revolución, otra mas, en la ganadería cubana. El país exportaría carne y quesos, incluso hasta a Argentina, decía en sus largos soliloquios. Como sucedió con el resto de sus ideas, la carne, la leche y la mantequilla desaparecieron. Las dos últimas podían comprarse ocasionalmente, pero la primera quedó totalmente prohibida para la “población”. Por supuesto, la cúpula del Gobierno no se incluía en ese concepto.

Cubano que fuera atrapado transportando o consumiendo carne fuera de la magra cuota de su racionamiento era sancionado a pena de cárcel, variable según la coyuntura. Casi era más penado sacrificar una vaca que asesinar a un paisano. Todavía lo es. 

En aquellos años del llamado “período especial”, llamado así por quien mismo lo provocó, el que aquí les narra tenía una pequeña hija y unos grandes deseos de escapar del redil oficial. No quiere decir esto que deseaba irse del país, todavía no, aún quedaban esperanzas de ver el fin de la plaga. Se desarrolló una red de relaciones de un submundo mercantil, paralelo y sigiloso, y una madrugada recibió una llamada. Al otro lado del cable, una voz conocida susurró: "Fue niño".

En menos de cinco minutos, en un maltrecho Lada (hay que ser cubano para saber qué es eso que creíamos carro), surcaba hacia el oeste pródigo la 5ta. Avenida, calzada favorita del mismo que nos prohibió comer carne. Pues bien, la transacción habitual era un dólar por libra y en el maletero del dizque vehículo cupieron casi cien de ellas, incluyendo todavía la adherida piel del desdichado animal.

Regreso inmediato, como el corredor en busca del home. Velocidad adecuada, detenerse en firme en caso de señal de Pare, direccionales al dar vuelta, nada que llamara la atención. 5ta. Avenida, ahora hacia el este, "despacio, tigre", cuando por el retrovisor, vio las luces azules de un “caballito” (los cubanos saben a lo que me refiero). Eran las 4:20 a.m., me detuve, casi justo frente a donde estuvo la Embajada del Perú, recuerdo fatídico, tanto que el usuario frecuente de la avenida la mandó a demoler y puso allí un parque.

Volviendo al policía, se bajó de la moto al igual que el flaco conductor del Lada. "Buenos días, oficial". "Buenos días, ¿sabe por qué lo detuve?". En mi mente: "Sí, porque llevo cien libras de carne de res en el maletero". En mi boca: "No, perdón". "Le falta una luz trasera". "¡Coño! Es verdad, temprano le cambio el bombillo, gracias por avisarme". "No lo multo porque ya terminó mi turno, pero cámbielo". "Muchas gracias". Se subió en su Guzzi y se fue.

Pasaban otros carros por el carril izquierdo, con sus luces alcancé a ver, como la arena de un reloj, un goteo constante de sangre vacuna deslizándose hacia el pavimento desde el interior del maletero a través del desagüe de la inexistente goma de repuesto. Impasible, regresé a la odisea. Llegar a la casa, ver cómo bajar esa masa cárnica que pesaba casi lo mismo que el que la cargaría. Que no  me vieran los vecinos o el chivatín de siempre. Meterla en la casa, el olor a carne recién sacrificada es olor a muerte, desagradable e inolvidable. 

Empezar a cortarla, solo tienes veinte años, por primera vez. Pero esa es otra historia.

 

(Imagen:AFP/Getty)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los huevos de mi padre

Hoy que escucho sobre la escasez y los exorbitantes precios de los huevos en la isla cautiva, me acordé de mi padre. No es que necesite de...