domingo, 31 de agosto de 2025

Una cuestión de genes


No sé si a usted le sucedió algo similar, pero cuando yo empecé a tomar conciencia, cuando era niño, sentí una gran diferencia generacional con mis adorados padres. Ellos me adoraban, como yo a ellos, que conste. Cuando llegué a los diez años de vida, mi madre tenía cuarenta y dos años y mi padre cuarenta y cuatro.

En estos tiempos serían dos jovenzuelos, pero en aquellos, para mí, eran dos personas mayores. Estamos hablando de aquella Cuba de finales de los años setenta del siglo pasado. Del carajo, que ahora también pertenezco al grupo de personas mayores, siglo pasado.

En aquella Cuba de finales de los 1970 y próximos a 1980, el Orador Orate campeaba a sus anchas, por sus fueros. En el año 1979, metió en La Habana a medio mundo en una Cumbre de Países No Alineados, siendo él el tirano más alineado del planeta. Con los soviéticos, claro.

Pero, bueno, hoy es sábado, dejemos descansar al Orate barbudo.

En aquellos años sentía una diferencia generacional muy grande con mis padres, tenía yo diez años. La música que me empezaba a gustar no tenía nada que ver con la que a veces mi madre escuchaba. No recuerdo a mi padre en nada relacionado con la música.

No solo en la música, en todo, como niño los sentía de otra era, que no era la mía. Y entonces, no sé exactamente cuándo, decidí que si algún día yo tenía mis propios hijos, los iba a tener muy joven. Para no ser tan diferentes.

Y lo hice. A los veintiún años fui padre. Un inmaduro contumaz al que la temeridad bendijo con una hija hermosa e inteligente.

Inmaduro porque en aquella Cuba del "período especial" al que nos metió el Orate –otra vez aparece la alimaña– tener un hijo no era lo que se esperaba de un imberbe que aún no terminaba sus estudios. Tropiezos, desilusiones e ilusiones después, fui bendecido con una niña excepcional. Bendecido.

En medio de aquella crisis, que incluyó hambruna socialista, mi vida cambió de giro y me dediqué de lleno a proveer el nido, como esas aves rapaces que salen en Nat Geo. Lo hice bastante bien, al parecer.

Incluso en el nido cayó otro pichón, no mío, sino de una hermana de la madre de la princesa. Un crío, un año menor que mi hija. Todo lo contrario a ella, excepto en lo hermoso. Ella de maneras delicadas, este un salvajito consumado. Niña y niño, estereotipos.

Y digo "nido" porque ambos vivían en el piso once de un horrible edificio, decían que de tecnología yugoslava. Fíjense si el totalitarismo cercenó el ímpetu cubano que, en un país en el que cuando era libre sus arquitectos y albañiles construyeron maravillas como el Focsa, el Someillán o el Hilton, los "ministerios" del Orate tuvieron que recurrir a los yugoslavos para levantar dos chapuceros parabanes frente al Malecón.

Lo disfruté a él tanto como a mi propia hija, era como tener dos al precio de uno. Y ya saben cómo me gustan las ofertas.

Crecieron como hermanos. El crío, un año menor, la verdad que la jodía bastante, y ella a él, que conste.

En una ocasión, ambos sentados en sus respectivas bacinillas –"tibores" les decían en la cautiva– conversaban de sus cosas. Debe haber sido verano, pues los dos, después de jugar en el parque, estaban sudados.

Algo le debe haber hecho el rapaz en el parque que mi hija, con todas sus delicadas maneras, se pasó la mano abierta entre sus pequeños glúteos y recorriéndolos de norte a sur la llevó directamente a la nariz del chico. Feminismo puro.

Ante el choque odorífico, aquel saltó hacia atrás arrastrando consigo el contenido de su asiento. Risas y regaños. Recuerdos eternos.

Y los entretengo, o aburro, con estas historias personales porque treinta y cinco años después acaba de suceder algo similar. No lo contaré yo, dejaré que sea aquella niña la que lo narre.

Ahora es ella la que tiene su propio rapaz, y yo, de acuerdo con mi plan, soy un abuelo, no tan viejo aún. Y miren lo que me cuenta: 

A un mes de su tercer cumpleaños, mi ángel de pelo negro y corto, con una sonrisa que endulza cualquier expreso mañanero, se mete el dedo del medio de su mano derecha en la parte atrás de los pantalones, lo inserta delicadamente y con agilidad felina, y saca dicho dedo y lo apunta a dos centímetros de mi cara.

–¡Mira! –dice feliz.

Y me lo pone agresivamente frente a la nariz, muriendo de la risa.

Ahora entiendo. Olía a culo.


Da gusto saber que el legado continúa. Gracias a Dios, ahora en tierras de libertad.

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